Aunque leí de niño (y de mayor) La isla del tesoro, y sé de calaveras y huesos cruzados, de ho, ho, ho, la botella de ron y de la posada del Almirante Benbow, confieso que no tengo nada claro qué es un pirata.
Intento ponerme en la piel de Robert Louis Stevenson y no sé quién le parecería más digno del calificativo piratil: si las bandas armadas que asaltan barcos pesqueros frente a las costas de Somalia, o los pescadores que se aprovechan de la ausencia de un Estado para esquilmar los recursos pesqueros de un país sin someterse a regulación administrativa alguna.
Tampoco termino de aclararme sobre la piratería cultureta. ¿Quién es el pirata? ¿El que se hace gratis con un producto que casi se le mete solo en el ordenador o la industria que durante años y años ha amasado fortunas a costa de explotar y exprimir el talento ajeno? ¿Quién se aprovecha del trabajo de los artistas? ¿El que lo consume —gratis, pero con interés, y a veces poniéndole subtítulos y garantizando una difusión que no tiene por los cauces comerciales habituales— o el que lo malpaga y lo desvirtúa, mutila o trivializa en nombre del marketing? ¿No es un pirata el que somete a un creador/artista/músico/loquesea a un contrato desigual que le priva de buena parte de los beneficios de su trabajo?
Esa misma industria cultural —no toda, claro, pero en esto al final pagan justos por pecadores— que ahora lloriquea y pide que enchironen a todos los adictos al emule es la misma que lleva décadas obligando a quienes les suministran la materia prima a vender su trabajo por debajo del precio de coste y a asumir unas cláusulas absolutamente indecentes. Es la misma que no se ha cortado en falsear cifras de ventas (que nunca se facilitan y que, a diferencia de lo que ocurre con otros sectores regulados, como la prensa, no están controladas por un organismo independiente como podría ser la OJD) y en racanear sus liquidaciones. ¿Saben cuántos editores “se olvidan” de pagar a sus autores? ¿Saben cuántas discográficas se han apropiado de todos los derechos de unos músicos y se han dedicado a reeditar sus discos sin pagarles nunca un euro? ¿Saben cuántos editores aseguran haber vendido menos ejemplares de los que justifican ante sus autores?
Es más, ¿saben cuántas editoriales practican la autoedición encubierta —hablo del terreno literario, que es el que controlo, ya perdonarán la especialización—? ¿Cuántos estafadores viven de publicar a pobres diablos sin talento ni posibilidad alguna de llegar a un público literario, a quienes obligan a comprar la mitad de la tirada y les prometen la gloria del parnaso? ¿Cuántas editoriales publican premios literarios de instituciones, cobran el importe de la tirada pero luego nunca tiran nada? Un amigo mío, sin ir más lejos, ganó un premio bastante bien dotado que incluía la edición en un sello hoy ya conocido por todo el mundillo por sus prácticas bucaneras. El editor le entregó una cajita con 20 ejemplares al autor y le dijo que el libro ya estaba lanzado, pero sus amigos intentaban comprarlo y no lo tenían en ninguna librería ni había forma humana de conseguirlo: no constaba en ningún distribuidor. Mosqueado, mi amigo llamaba al editor, quien le daba largas, hasta que se cansó y lo dio por perdido. Está convencido de que el editor sólo imprimió esa cajita de 20 ejemplares para que él los viera, después cobró la pasta para la tirada y se fue una semana a Cancún o a algún sitio asín.
Por eso surgió la profesión de agente o de representante. Porque las empresas culturales actuaban como timadores y eran muy oscurantistas con su gestión.
Yo no me siento estafado, que quede esto claro, lo que expongo es sólo ilustrativo. Los dos primeros contratos de edición que firmé tenían dos o tres páginas y unas cláusulas muy generales en las que se estipulaba que la editorial me comunicaría cuántos ejemplares se habían vendido cada año y procedería a liquidarme mi tanto por ciento. Bien. Sin embargo, el tercer contrato que firmé lo hice a través de mi agente literaria, y lo redactó ella. Esta vez, el documento tenía unas 15 páginas y no era nada general. No sólo se detallaba la forma en la que cobraría mi parte de las ventas, sino que obligaba a la editorial a facilitarme todos los datos referentes a ellas: mi agente se reservaba el derecho de inspeccionar los albaranes y justificantes del distribuidor; de comprobar in situ, en los almacenes, que los ejemplares que quedan en stock son los que la editorial dice tener, y de consultar cada liquidación de cada librería para saber cuántos ejemplares se han vendido en cada establecimiento. También incluye cláusulas que obligan al editor a presentar las facturas del impresor, para comprobar que se han tirado los ejemplares que se acordó tirar, y que, efectivamente, se han distribuido. Esto no es casual: se trata de evitar por todos los medios que el editor me asegure que he vendido 1.000 cuando a lo mejor he vendido 10.000 o tres millones. Y si lo tienen tan detallado es porque esos deslices editoriales estarán mucho más generalizados de lo que nos creemos.
Cuando uno trata con caballeros no precisa de tantas garantías: los contratos de 15 páginas sólo se firman entre granujas. Entre piratas. Para prevenir la puñalada que prevés que te van a dar en cuanto bajes la guardia un segundo. Ya se sabe que los piratas prefieren matarte y quedarse con todo antes que repartir el botín como acordaron al principio. Ir con un representante es como acudir a una cita con padrinos o con guardaespaldas: presupones que no tratas con gente de fiar y buscas protección.
Y los editores aceptan el juego, aceptan que desconfíes de ellos, luego, implícitamente, aceptan su condición pirata. O mafiosa, como gusten. Puede que todos seamos honrados y nos portemos bien, pero, por si acaso, estas son mis pistolas.
Por eso es tan interesante un proyecto como el de Hernán Casciari en Orsai. A mí me preocupa mucho más la piratería de la industria cultural que la que pretende destruirla. La primera me puede joder mucho y es una amenaza real. La segunda, ojalá la sufra. De verdad, ojalá me tenga que preocupar algún día por que mis libros se descargan gratis a mansalva, porque eso significará que mis libros le interesan a mucha gente y tendré una posición más que holgada en el mundillo juntaletril. Si algún día tengo las mismas preocupaciones que Muñoz Molina o que Vargas Llosa significará que soy como ellos y que me invitarán a cocido madrileño todos los jueves en el Ritz. Ojalá tenga yo alguna vez las preocupaciones de Muñoz Molina si eso significa que dirijo el Instituto Cervantes de Nueva York y dos doctorandas italianas y una letona tetona (las tres complacientes y dispuestas a cualquier cosa por la literatura) preparan sus tesis doctorales sobre unos pedetes en forma de novela que me tiré en el año catapún.
Qué quieren que les diga: en ese caso, piratas a mí.
Pirateo editorial por Sergio del Molino*