Pizarro y Atahualpa

Publicado el 16 octubre 2012 por Tetenoemi @TeteNoemi

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Cajamarca

Pizarro

Mil hombres van barriendo el camino del Inca hacia la vasta plaza donde aguardan, escondidos, los españoles. La multitud tiembla al paso del Padre Amado, el Solo, el Único, el dueño de los trabajos y las fiestas; callan los que cantan y se detienen los que danzan. A la poca luz, la última del día, relampaguean de oro y plata las coronas y las vestiduras de Atahualpa y su cortejo de señores del reino.

¿Dónde están los dioses traídos por el viento? El Inca llega al centro de la plaza y ordena esperar. Hace unos días, un espía se metió en el campamento de los invasores, les tironeó las barbas y volvió diciendo que no eran más que un puñado de ladrones salidos de la mar. Esa blasfemia le costó la vida. ¿Dónde están los hijos de Wiracocha, que llevan estrellas en los talones y descargan truenos que provocan el estupor, la estampida y la muerte?

El sacerdote Vicente de Valverde emerge de las sombras y sale al encuentro de Atahualpa. Con una mano alza la Biblia y con la otra un crucifijo, como conjurando una tormenta en alta mar, y grita que aquí está Dios, el verdadero, y que todo lo demás es burla. El intérprete traduce y Atahualpa, en lo alto de la muchedumbre, pregunta:

—¿Quién lo dijo?

—Lo dice la Biblia, el libro sagrado.

—Dámela, para que me lo diga.

A pocos pasos, detrás de una pared, Francisco Pizarro desenvaina la espada.

Atahualpa mira la Biblia, le da vueltas en la mano, la sacude para que suene y se la aprieta contra el oído:

—No dice nada. Está vacía.

Y la deja caer.

Pizarro espera este momento desde el día en que se hincó ante el emperador Carlos V, le describió el reino grande como Europa que había descubierto y se proponía conquistar y le prometió el más espléndido tesoro de la historia de la humanidad. Y desde antes: desde el día en que su espada trazó una raya en la arena y unos pocos de sus soldados muertos de hambre, hinchados por las plagas, juraron acompañarlo hasta el final. Y desde antes aún, desde mucho antes: Pizarro espera este momento desde que hace cincuenta y cuatro años fue arrojado a la puerta de una iglesia de Extremadura y bebió leche de puerca por no hallarse quien le diera de mamar.

Pizarro grita y se abalanza. A la señal, se abre la trampa. Suenan las trompetas, carga la caballería y estallan los arcabuces, desde la empalizada, sobre el gentío perplejo y sin armas.

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Cajamarca

El rescate

Para comprar la vida de Atahualpa, acuden la plata y el oro. Hormiguean por los cuatro caminos del imperio las largas hileras de llamas y las muchedumbres de espaldas cargadas. El más espléndido botín viene del Cuzco: un jardín entero, árboles y flores de oro macizo y pedrerías, en tamaño natural, y pájaros y animales de pura plata y turquesa y lapislázuli.

El horno recibe dioses y adornos y vomita barras de oro y de plata.

Jefes y soldados exigen a gritos el reparto. Hace seis años que no cobran.

De cada cinco lingotes, Francisco Pizarro separa uno para el rey. Luego se persigna. Pide el auxilio de Dios, que todo lo sabe, para guardar justicia; y pide el auxilio de Hernando de Soto, que sabe leer, para vigilar al escribano.

Adjudica una parte a la Iglesia y otra al vicario del ejército. Recompensa largamente a sus hermanos y a los demás capitanes. Cada soldado raso recibe más de lo que el príncipe Felipe cobra en un año y Pizarro se convierte en el hombre más rico del mundo. El cazador de Atahualpa se otorga a sí mismo el doble de lo que en un año gasta la corte de Carlos V con sus seiscientos criados —sin contar la litera del Inca, ochenta y tres kilos de oro puro, que es su trofeo de general.

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Cajamarca

Atahualpa

Un arcoiris negro atravesó el cielo. El Inca Atahualpa no quiso creer.

En los días de la fiesta del sol, un cóndor se desplomó sin vida en la Plaza de la Alegría. Atahualpa no quiso creer.

Enviaba al muere a los mensajeros que traían malas noticias y de un hachazo cortó la cabeza del viejo profeta que le anunció desgra­cia. Hizo quemar la casa del oráculo y los testigos de la profecía fue­ron pasados a cuchillo.

Atahualpa mandó amarrar a los ochenta hijos de su hermano Huáscar en los postes del camino y los buitres se hartaron de esa carne. Las mujeres de Huáscar tiñeron de sangre las aguas del río Andamarca. Huáscar, prisionero de Atahualpa, comió mierda huma­na y meada de carnero y tuvo por mujer una piedra vestida. Des­pués Huáscar dijo, y fue lo último que dijo: Ya lo matarán como él me mata. Y Atahualpa no quiso creer.

Cuando su palacio se convirtió en su cárcel, no quiso creer. Atahualpa, prisionero de Pizarro, dijo: Soy el más grande de los príncipes sobre la tierra. El rescate llenó de oro una habitación y de plata dos habitaciones. Los invasores fundieron hasta la cuna de oro donde Atahualpa había escuchado la primera canción.

Sentado en el trono de Atahualpa, Pizarro le anunció que había resuelto confirmar su sentencia de muerte. Atahualpa contestó:

No me digas esas burlas.

Tampoco quiere creer, ahora, mientras paso a paso sube las esca­linatas, arrastrando cadenas, en la luz lechosa de la madrugada.

Pronto la noticia se difundirá entre los incontables hijos de la tierra que deben obediencia y tributo al hijo del sol. En Quito llo­rarán la muerte de la sombra que protege:perplejos, extraviados, ne­gada la memoria, solos. En el Cuzco habrá júbilo y borracheras.

Atahualpa está atado de manos, pies y pescuezo, pero todavía piensa: ¿Qué hice yo para merecer la muerte?

Al pie del patíbulo, se niega a creer que ha sido derrotado por los hombres. Solamente los dioses podrían. Su padre, el sol, lo ha traicionado.

Antes de que el torniquete de hierro le rompa la nuca, llora, besa la cruz y acepta que lo bauticen con otro nombre. Diciendo llamarse Francisco, que es el nombre de su vencedor, golpea a las puertas del Paraíso de los europeos, donde no hay sitio reservado para él.

Eduardo Galeano, Memoria del Fuego. I. Los nacimientos, Casa de las Américas, La Habana, 1982