Plateado Jaén

Publicado el 26 septiembre 2020 por Daniel Guerrero Bonet

Era una deuda pendiente. La provincia nororiental de Andalucía, puerta de entrada y salida hacia la meseta, es más conocida por sus olivares infinitos que por su capital. Ignorancia del viajero. Descubrirla es una sorpresa. Y lo primero que sorprende de la ciudad de Jaén es su emplazamiento. No se la imagina uno ni tan aislada, no se pasa por ella si no es adrede, ni tan ondulada, trepando arrinconada por las faldas de los cerros que la guarecen y vigilan, con sus cuestas suaves que conducen hasta la Catedral y sus callejuelas desde las que se vislumbran las siluetas quebradas de las montañas. Jaén es una sorpresa agradable.

Quizá oculta tras el fulgor turístico de Baeza, Úbeda o las serranías de Cazorla, donde nace el gran río de Andalucía, y de Magina, la capital jiennense es una ciudad abarcable, hospitalaria y encantadora. La menos llana de las capitales andaluzas, incluida Granada, tampoco es una geografía de empinadas pendientes, salvo si el visitante queda atrapado por la curiosidad de subir al Castillo de Santa Catalina, enclave obligatorio desde el que admirar, aparte de los restos arqueológicos que legaron árabes, cristianos y hasta franceses, una de las panorámicas a vista de pájaro más hermosas de Jaén en su conjunto, entre un horizonte ondulado de colinas y valles.

Deambular por Jaén es, pues, estar expuesto a las sorpresas que asaltan al visitante. Porque sorprende la noble monumentalidad de su sólida Catedral, que se yergue con sus dos torres barrocas sobre los palacios burocráticos que bordean la plaza de la que parten las collaciones urbanas y la modernidad bulliciosa de bares y tiendas. Desde allí se puede pasear hasta el centro monumental y cultural de los Baños Árabes, que datan del siglo XI, los más grandes de Europa. Sobre ellos se construyó el Palacio de Villardompardo, sirviéndole de cimientos y quedando ocultos y enterrados bajo el edificio. Lo que se conserva, empero, es impresionante de la obsesión árabe por las abluciones, con restos de decoración almohade. Como lo es, igualmente, los tesoros arqueológicos que se exponen en sendos museos, el Provincial y el Ibero, organizados para dejar en el visitante un apetito de historia y cultura sobre el devenir histórico de Jaén y la importancia de su enclave.

Si a todo ello se añade la hospitalidad de sus gentes, la amabilidad con que te tratan y la riqueza de su gastronomía, bañada por ese oro verde de su aceite virgen extra que determina la economía de la región, lo menos que puedes sentir es sorpresa. Esa sorpresa sumamente agradable de descubrir una ciudad encantadora y bella que, desde su humildad escondida entre un mar de olivos, no tiene nada que envidiar a ninguna otra capital de Andalucía. Sólo la ignorancia del viajero la mantiene perdida por los cerros de Úbeda. Merece, pues, una visita. Se sorprenderán.