Playa Blanca

Por Expatxcojones

Playa Blanca, Tánger, 2015. expatriadaxcojones.blogspot.com


La previsión del tiempo pronostica que este mediodía llegaremos a los treinta grados. En la calle el calor es insoportable. Me cuesta horrores hacer cualquier movimiento. Se me pega el sudor al cuerpo y el flequillo a la frente. Todo intento de ir de femme fatalresulta en una patética imagen de pollo asado y mareado.
En Tánger no hay grandes superficies, —con aire acondicionado— ni cines, —con aire acondicionado— ni otros lugares en los que refugiarse del calor, por eso cuando llega el buen tiempo ir a la playa es uno de los pasatiempos preferidos de la gente. Tener coche marca la diferencia. Si uno no dispone de vehículo propio, debe conformarse con la playa de la ciudad o alguna cercana a la que pueda llegar el taxi colectivo. Esto significa encontrar una playa repleta de hombres. Hay pocas mujeres, sólo algunas casadas que vienen con los niños. La mayoría no se baña y la que lo hace suele hacerlo vestida. También las hay más modernas, las que usan traje de baño pero no como el nuestro. A mí me recuerda más bien a una especie de chándal acuático que cubre todo el cuerpo, cabeza incluida. Un día que decidí ir sola con los niños fui incapaz de ponerme el bikini. Ataviada con mi short tejano y la camiseta de tirantes ya sentía que todas las miradas se me clavaban encima. No me bañé y casi acabo sufriendo de insolación.
Este fin de semana hemos decidido ir más allá de los límites de la ciudad. Aventurarnos, si es que con dos críos pequeños se puede hacer tal cosa. Conducimos por la carretera y cuando llevamos una media hora encontramos un pequeño camino de arena que se desvía a la izquierda. Lo seguimos y así es como descubrimos Playa Blanca. Una pequeña cala, rodeada de montañas y con el agua de un bonito color azul. La primera impresión que tengo es la de no estar en Marruecos. Cuatro casas. Sombrillas hechas de paja. Poca gente. Chicas jóvenes con bikini y en el aire un olor a aceite corporal mezclado con hachís. Suena música chill out. Podría imaginarme tranquilamente que estoy en algún lugar recóndito de Ibiza. Sólo si miro de frente, al horizonte. Pues si giro la cabeza la montaña de desperdicios, que atrae a un ejército de moscas, me devuelve al presente rápidamente.
En la playa hay unchiringuito. Sólo sirven té, refrescos y bocatas pero algo es algo. El dueño es un tipo curioso. De unos cincuenta años, corpulento y con los ojos achinados. Simpático, parlanchín y fumeta. Ahmed, que así se llama, nos explica su vida en el extranjero. Los hijos que tiene repartidos por Europa y porque los chiquillos del lugar —que trabajan para él— le llaman tío. Al ver al Kalvo con su cámara le pide que le haga unas fotos del bar. Quiere hacer unos folletos de publicidad. El Kalvo hace lo que le pide y en agradecimiento nos invita a comer.
   —Pescado fresco, —dice— no congelado.
Me pregunto de dónde lo sacará pues en el bar no he visto carta de comida. Enseguida encuentro la respuesta. Unos metros más allá de donde estamos unos chicos —vestidos con traje de buceo— se preparan para salir de pesca. No tienen barco, se adentran en el mar con un pédalo, conocido vulgarmente como patín de pedales. Los vemos alejarse y nos centramos en los niños. Que si no toques esto, que si cuidado con aquello, que si te pongo la crema, que si se te ha caído el gorro… Desde que soy madre ya no traigo libros a la playa. Al rato, los chicos regresan con el botín. Ahmed se acerca para ver qué traen y nos lo muestra orgulloso. Es una morena de por lo menos un metro. Sólo de pensar que tengo que comérmela me vienen arcadas. Pero no es cuestión de ponerse remilgada. Nos han invitado y hay que ser educados.
Ahmed desaparece en dirección a la cocina que, después de haber visitado hace un rato con Terremoto los servicios, no quiero imaginar cómo será. Una hora después reaparece sonriente. Trae una ensalada y el pez cortado en rodajas. También, un bote de mayonesa.
   —Así baja mejor— nos dice.
Sin mucho entusiasmo empiezo a tragar mientras pienso que debería haberle hecho caso a mi madre, ella que siempre decía que nunca hay que aceptar la invitación de un desconocido.