Playa de piedras

Publicado el 26 noviembre 2016 por Revista Pluma Roja @R_PlumaRoja

Desde hacía un tiempo, no sabía cuánto, comía los restos que encontraba en la basura por las noches o lo que buenamente le daban en el pequeño chifa que estaba caminando derecho, como a diez cuadras donde dormía. Nadie podría decir que ahí viviera, porque los cartones que hacían de paredes y techo se deshacían de vejez y humedad; los pedazos de periódico que servían de precario tapón en los huecos eran de pronto arrebatados por el aire. Ese aire frío y húmedo que venía del mar que estaba abajo, más allá de la playa de piedras…

Pero sí, ellos le llamaban “la casa”. El piso era de tierra y sobre él estaba el colchón que Aníbal había rescatado en su triciclo antes del accidente. Un amasijo de trapos escondía el tesoro que ella no miraba hacía días, desde que él no se pudo levantar. Tirado en el colchón hablaba sin sentido y se quejaba. Ella solo tenía agua para darle y cuando podía lo hacía tragar algo de la comida que obtenía.

Salió una noche y al regresar, contenta, porque traía restos de pollo con fideos, Aníbal no estaba. Dejó el paquete en el suelo y volvió a salir, intrigada y con susto. Solo se oía el agua que golpeaba en las piedras de la playa y a lo lejos, el ladrido de un perro. Llamó, subiendo cada vez más la voz hasta gritar, pero nadie le respondió. Regresó a “la casa” y vio que los trapos no estaban ni tampoco el tesoro. Salió desesperada y nuevamente llamó a gritos sin ninguna respuesta. Aníbal se había ido llevándose el tesoro. Había desaparecido como antes, cuando tomaba y se perdía días.

No sabía qué hacer, ni a quién acudir. Comió algo de los fideos fríos y se echó en el colchón, encogiéndose debajo de la frazada mugrienta.

Abajo, en la playa de piedras, el mar mojaba al muñeco roto que se había llamado Aníbal y que tenía en un bolsillo el billete de cincuenta soles que sacó antes de equivocarse de camino y caer por el acantilado.

Por Manolo Echegaray