Impedimos el aporte de sedimentos y alteramos la dinámica natural costera. ¿Y todavía nos extraña que las playas se hallen en retroceso?
La playa no es más que un depósito, resultado de un balance de sedimento, es decir, de la diferencia entre entradas y salidas de arena. En nuestro entorno, prácticamente el 90 por ciento de las arenas que componen las playas provienen del aporte de ríos y rieras. Y aquí aparece el primer problema: la mayor parte de los ríos han perdido su capacidad de aportar sedimentos a la zona costera debido a perturbaciones de origen humano en las cuencas de drenaje, entre las que destaca la construcción de presas. Se trata de un problema global. Ya en 2005, James P. M. Syvitski, de la Universidad de Colorado en Boulder, publicó en Science un artículo en el que evaluaba la disminución de los aportes de sedimento fluviales a la zona costera en un billón de toneladas al año. Asimismo, deberíamos incluir el efecto de pequeña escala —pero relevante para algunas zonas— de las extracciones de áridos en cursos fluviales o el revestimiento y cubrimiento de rieras. Aunque el término de caudal ecológico en ríos es ampliamente utilizado en nuestra sociedad, resulta, cuanto menos, curioso que muy pocos lo planteen en términos de aporte de sedimento.
Una vez el sedimento llega a la playa, la dinámica litoral generada principalmente por olas y corrientes lo transportará a lo largo y a través de la costa, determinando la estabilidad de la playa. Pero aparece de nuevo la acción desestabilizadora de la actividad humana. La urbanización de la zona costera altera la dinámica natural de las playas, de forma que condiciona su estado presente y futuro.
La construcción de paseos marítimos y urbanizaciones en la parte posterior de las playas, ocupando en muchos casos antiguos cordones de dunas, elimina del balance sedimentario un gran volumen de arena que ya no podrá contribuir al equilibrio de las mismas. Asimismo, suponen un contorno rígido en esa zona, lo que limita el espacio de acomodación de la arena e impide su posible migración horizontal en situaciones de regresión a largo plazo —como podría ocurrir si subiese el nivel del mar.
También la construcción de puertos y espigones altera el flujo de sedimento a lo largo de las playas. Estas estructuras actúan a modo de barreras: generan una acumulación de material en la cara que mira a la corriente y una pérdida equivalente en el lado contrario. El resultado final es un avance de la playa de levante y la erosión de la playa de poniente. Aunque en principio podría pensarse que se compensan pérdidas con ganancias, no es así. Al erosionarse una playa perdemos una serie de funciones (protección, recreativa, natural) que no se incrementan en el caso de que la playa crezca. El ejemplo más evidente lo muestran las playas muy anchas, donde usamos solo los metros más cercanos a la orilla, mientras que el resto queda como zona de paso.
La dinámica de ese sistema ya desestabilizado hace que la playa se erosione rápidamente durante el impacto de temporales pero se recupere mucho más lentamente por la acción del oleaje reconstructor. Este ciclo natural de erosión y acumulación resulta «incompatible» con el uso que hacemos de las playas, ya que queremos que estén listas al inicio de la temporada turística y no cuando la dinámica natural lo permita. La conjunción de todos estos factores hace que la mayor parte de las playas se encuentren en retroceso, con perspectivas más negativas todavía si consideramos el posible efecto de variaciones de origen climático como las debidas a una subida del nivel del mar.
En esa tesitura y ante nuestra incapacidad de restaurar las condiciones originales que mantenían el sistema en un equilibrio dinámico, las únicas alternativas que aparentemente hemos encontrado se basan en la compensación de las pérdidas de arena o la limitación de su movilidad. En el primer caso, se realizan vertidos de arena a la playa; sin embargo, dado que persisten las causas del problema, esos sedimentos tienen una vida limitada, lo que nos obliga a actuar de forma periódica. En el segundo caso, se construyen obras que reducen la cantidad de sedimento que es eliminada de la playa, lo que artificializa todavía más el litoral.
Ambas opciones implican una inversión económica y ambiental continuada para mantener un espacio que en muchos casos ha dejado de ser un medio natural para convertirse en algo similar a los recintos de arena que encontramos en los parques, solo que en este caso, los llamamos playas.
Artículo publicado en Investigación y Ciencia nº 416, su autor es José A. Jiménez, catedrático de ingeniería y gestión de costas en la Universidad de Cataluña.