Primero, en ocasiones da la sensación de que los capítulos del libro se han escrito a modo de compartimentos estancos. Es habitual que las anécdotas contadas con anterioridad se vuelvan a explicar con brevedad en episodios posteriores. Esto, en ocasiones, reduce el imaginario simbólico del Tour de Francia a un puñado de nombres: pareciera que no existiera otro puerto más que el Izoard y otro nombre más sagrado que el de la Casse Deserte. Segundo, la fluidez retórica del libro gana conforme se suceden las páginas. Plomo en los bolsillos es un libro que adquiere su tono idóneo a partir de su segunda mitad, cuando las historias se cuentan con mayor naturalidad y brillantez. Y por último, hay algo de paradójico, cuando no de injusto, en el protagonismo desmedido que el dopaje cobra en el último capítulo del mismo.
¿Es exactamente esto reprochable? Puede que no: no se puede explicar el dominio abrumador de Lance Armstrong en la primera década del siglo XXI sin hablar de sus mentiras, de sus positivos encubiertos y de la mayor trama de dopaje de la historia del ciclismo. Al igual que el ciclismo, al igual que nosotros, sus aficionados, Izagirre interpreta los sucesos de dopaje previos a la década de los noventa como meras anécdotas graciosas, como pillerías incapaces de emborronar toda una carrera deportiva —el caso de Koblet es un buen ejemplo—. Todo cambia tras el caso Festina porque todo cambió, pero convendría replantearse a qué obedece esta doble moral que nos permite cristalizar un idílico pasado frente al terrible presente y que forma parte de todo seguidor de tan bello deporte.
Dicho todo esto, tan sólo buenas palabras quedan para Plomo en los bolsillos. De especial brillantez son los capítulos que oscilan entre la década de los cincuenta y la década de los sesenta, probablemente los años más bellos, más apasionantes del Tour de Francia y de la historia del ciclismo. Izagirre dota de un tono enérgico pero al mismo tiempo sencillo a cada una de las historias separadas de Plomo en los bolsillos: cabe mencionar que la mayor parte de las anécdotas recogidas aquí son conocidas más o menos con bastante popularidad entre los seguidores del ciclismo y de la prueba. De ahí que el mérito de Izagirre no se cuente tanto en la investigación y la publicación de alucinantes periplos aún sin conocer como en la habilidad para resumir y presentar de forma directa y universal hechos ya conocidos. Incluso si se está familiarizado con las aventuras de Poulidor o con el celebérrimo bidón de Coppi y Bartali Plomo en los bolsillos sigue siendo de deliciosa lectura.
Resulta imposible no deleitarse con Ferdi Kübler gritando como un auténtico animal en busca de un Bobet perdido sin saber muy bien dónde esconderse, con la avaricia propia de un megalómano de Bernard Hinault o con el desgraciado, deprimido y nunca bien ponderado Luis Ocaña, ciclista especial donde los haya habido. Todos ellos desfilan frente a las palabras de Ander Izagirre y a cada segundo, a cada línea, el ciclismo se hace más grande y el Tour de Francia se hace más bonito. Plomo en los bolsillos consigue enclaustrar la mística y la belleza de un deporte grandilocuente que debe ser contado con mimbres terrenales. La tarea no es nada sencilla, pero Izagirre logra, con muchísimo mérito, hacer de su narración un ejemplo de consistencia y escasas excursiones demasiado épicas. En resumen, Plomo en los bolsillos captura con sinceridad el espíritu, el alma, la psicología del Tour de Francia. Y merece la pena.