Siro, La Voz de Galicia
Tosco, obcecado, temperamental, agrio, ambicioso, siempre escorado, pero prodigiosamente firme. Visceral y reflexivo, según él mismo se decía, un intelectual con ademanes de Caudillo, un líder innato entre la masa: “Cuando se concentran mil personas siempre hay una de la que emana autoridad, y ése ha sido mi caso” llegó a afirmar en una ocasión. Tan fresco y aperturista en el régimen de Franco, como rancio y autoritario en la senda democrática, su vehemencia hizo historia y su rotundidad y contundencia se expresaron tanto en su amplia anatomía como en la esencia de su discurso. Manuel Fraga Iribarne se fue con el invierno, en el día más gallego del estío madrileño, poniendo fin con su fallecimiento a la extendida creencia de que aquel legendario baño en Palomares le había otorgado algo parecido a la inmortalidad. En los óbitos de la Prensa corrieron las alabanzas y fueron pocos los que hablaron de las aristas y contradicciones que, precisamente, hacen grande a este personaje. Parece lógico: a la muerte siempre le acompaña una nota de irrealidad y desmesura. Pero la hemeroteca tiene eso de grandioso: permite volver al pasado. Por eso en este artículo rescatamos parte de la entrevista que el político gallego mantuvo con Manuel Vázquez Montalbán y que aparece recogida en el libro Mis almuerzos con gente inquietante, publicado en 1984 (aquellos tiempos en los la entrevista era un género y no un panegírico).
Montalbán habla de un lúcido Fraga, que fue el primero en aceptar su envite para aparecer en esta colección de personajes sometidos al tercer grado mientras disfrutan de los placeres de la mesa. El escritor barcelonés lo define como “una gran cabeza. Un poderoso cuerpo. Unos pies tal vez algo insuficientes”. Parece que su característica forma de moverse no sólo se había fraguado ya en aquella época sino que comenzó a ser algo definitorio de su carácter. Y es que hay algo metafórico en ese movimiento pendular, que indiscutiblemente marcó tendencia: Casi milagrosamente, caminando de lado a lado, a la derecha y a la izquierda de su propio pensamiento (siempre intentando buscar ese advenedizo centro del que se sentía inventor, pero en el que nunca atinó a encallar) logró avanzar hacia delante en su carrera política. Tanto es así que durante su encuentro, Montalbán se muestra sorprendido porque “la Historia ha metido en el desván de la obsolescencia a todos los protagonistas del franquismo, menos a Fraga”. “Yo he sido siempre continuista, partidario de la evolución y la reforma”, asegura el fundador de Alianza Popular, el mismo que añade, sin que le tiemble la voz, que “estaba dispuesto a hacerlo todo, pero sin traicionar. Yo había servido lealmente a Franco”. Y más adelante: “Yo soy fiel sentimentalmente a Franco, pero no al franquismo”. A propósito de estas declaraciones, Montalbán no duda en cuestionar qué había de real en las conspiraciones golpistas que asolaron la Transición: “Muchos comunistas de buena fe se iban a Carrillo o a cualquier dirigente, la guiñaban el ojo y le decían: ‘Bueno, camarada: ahora con la rama de olivo, pero cuando la burguesía se confíe, ¡catacrac!’. Y se cuenta que a usted se le acercaban en los mítines a decirle: ‘Bueno, don Manuel, le seguimos en eso de la democracia inorgánica porque usted lo dice, pero en cuanto podamos, ¡catacrac!’. Comentario al que Fraga responde: “Mentira. Jamás nadie se me ha dirigido en estos términos. Nadie ha tenido los cojones de decirme eso a la cara. Mi compromiso con la democracia era y es explícito, claro, contundente.” Y es que había algo rocambolesco en este político que se jactaba de no tener asesor de imagen porque “la imagen se corresponde a lo que uno es”. Algo desproporcionado en su fondo y en su forma, Montalbán alumbra esa tendencia a la hipérboles a lo largo y ancho de su conversación. Define a este político con solera como “el civil soñado por mucho golpista militar” y recalca sus contradicciones: “Veo a Fraga con una boca anunciando la Ley de Prensa y con la otra cerrándome Siglo 20, la revista con la que intenté rehacer mi oficio y mi beneficio”.
Cuenta Montalbán que Fraga se atrevió a arrancar el teléfono después de haber advertido de que no le pasasen más llamadas. Aunque el político aclara: “No lo arranqué. Corté el cable con unas tijeras. Es decir, hubo reflexión.” También se recoge en la entrevista que dejó a su mujer en el hospital mientras alumbraba a su tercer hijo para asistir a la Primera Bienal de Arte Hispanoamericano de Pintura que él organizaba en octubre de 1951 y que estuvo a punto de desmoronarse por los altercados que se produjeron ante la masiva afluencia de gente a una conferencia de Dalí. Describe Montalbán: “Se plantó en el teatro, se abrió paso a codazos entre la multitud y, desde uno de los proscenios, se dirigió al público pidiendo calma y advirtiendo: 'Quien no colabore conmigo es un bellaco'. Colaboraron, vaya si colaboraron, y ahí queda para la historia el busto vigilante de un Fraga con el pelo cortado a la alemana, contemplando el mar de cabezas y un Dalí inspirado que diría aquello de 'Picasso es comunista, yo tampoco'.Las anécdotas engrandecen su biografía, alimentan su fama de ogro iracundo y él se jacta de su personalísimo modo de entender la política y la vida, palabras que en algún momento llegó a confundir. Se definía a sí mismo como una “persona activa, trabajadora, que de vez en cuando pisa algún callo”, y creía que la gente le veía “como un personaje macizo, sencillo, tosco, tenaz, activista y, por lo mismo, alguien que propende a estropear digestiones, siestas y otros festejos. Algunos han exagerado estas tendencias hacia un activismo y autoritarismo en los que, sinceramente, no me reconozco”. Profundamente personalista, no dudaba en afirmar que “si la gente trabajara más, el índice general de la envidia habría bajado” y que él había conseguido “que la causa de la llamada derecha fuera un objetivo goloso”. Bajo esa fachada vieja y derrotista que el tiempo acabó esculpiendo en él, algunas generaciones quisieron ver en Fraga a un anciano impertinente e incómodo, casi senil, aunque, en realidad, su intacto orgullo era el que le empujaba a seguir mandando callar a quien le incordiaba. Sus estertores políticos, dormitando en el senado, lo habían convertido en un personaje fundamental en la fauna humorística de este país, tan dado a la desmemoria.
Montalbán reflexionaba así durante su entrevista en los años 80: “El pobre Arias Salgado, el pobre Muñoz Alonso, el pobre Camilo Alonso, cada vez que Fraga menciona un muerto, menos en el caso de Franco, le añade el epíteto de pobreza, epíteto conmiserativo y devaluador en sus labios, como si morirse hubiera sido un acto de incongruencia. La divisa de aprovechar la vida podría ser el lema de su escudo fraguiano. ‘Las cosas se han de hacer bien pero deprisa, porque la vida es breve’, ha dicho y escrito este hombre que habla a una velocidad vertiginosa para poder decir todo lo que piensa en esta vida, tal vez en la desconfianza de que en el cielo hay libertad de expresión.” Qué ironía: a juzgar por los óbitos, parece que la muerte ha desatado la compasión y ha convertido también a Fraga en alguien “pobre”, débil, extrañamente humano. Una mediocridad. La peor ofensa que podrían haberle hecho.