Vuelvo a recuperar el pulso. Después de unos meses bastante ajetreados en lo doméstico –hicimos y convivimos con una aparatosa obra en casa, con reparación de muros y pintura integral-, disfruto por fin de un pequeño cubículo, usurpado al espacio del dormitorio de matrimonio, que hace las veces de despacho y espacio para escribir. Ya no tengo que escribir, como he venido haciendo en los últimos años, desde que Alicia me arrebató la habitación donde guardaba mis bártulos, en la mesa comedor del salón. Tengo un espacio propio, aunque es pequeño, pero muy acogedor. Me recuerda bastante a la habitación del piso alquilado en el Juncal, donde parí, en una mesa escritorio que parecía robada de un parvulario, tanto Perrera como Moro. La habitación era prácticamente igual de pequeña, pero esta de ahora es totalmente mía. La he atiborrado de libros, estrujando hasta el límite las estanterías que hasta antes de la obra andaban diseminadas por todo el piso. Sólo hay una pared desnuda, pero en ella me gustaría colocar algún retrato, no sé, de Flaubert o de Céline, de Dostoievski o de Maugham, quizá uno de Bukowski con su cara de perro sarnoso, para que me mire directamente a los ojos, de forma admonitoria, como un hermano mayor previniéndome de las tentaciones de flaqueza.
Levantarme temprano, cuando todos duermen todavía. Hacerme el café con el silencio de fondo de la noche perezosa. Atravesar el pasillo arrullado por el sonido de las respiraciones de mis hijos y mi mujer y atrincherarme en el cubículo, que ya se ha caldeado un poco gracias a la estufa. Saludar al Batman gigante, ese que le trajeron los Reyes Magos a Pablo el año pasado pero que tuve que desalojar de su habitación porque se cagaba de miedo por las noches, y sentarme delante de los folios en blanco. Sólo los folios, un boli bic negro, los renglones de ayer y el vacío de esta mañana. Sólo yo y esto de dentro, y el fraseo, las imágenes, las ganas de llenar ese vacío del papel de historias, de gestos, de imágenes que muchas veces florecen, como flores inesperadas, tras una maraña de rectificaciones y tachaduras. Después de dos horas, que transcurren con asombrosa rapidez, escuchar el móvil despertador de Espe, y saber que ha llegado el momento de que empiece propiamente el día: despertar a los niños, vasos de leches y tostadas, la radio, vestirse, las prisas. Echar a correr hacia el metro, y después la reglamentaria caminata: bajarme dos paradas antes, para que el frío matutino y los tres cuartos de hora de andanza me despejen del todo, y acaben por hacerme olvidar todo lo que ocurrió dos horas antes, de forma que parezca que acabo de despertar, y que me levanté con el traje laboral ya puesto.
Ahora que vuelvo a esta rutina, pienso que no soy nada sin ella. Nunca los tiempos han sido tan aciagos, nunca la sensación de incertidumbre me ha resultado tan intensa, sin embargo necesito este espejismo de estabilidad. A eso han ayudado los niños, y no sólo en los aspectos creativos, como le comentaba a mi buen amigo Cora en una reciente entrevista. Los niños te obligan a la rutina, y en mi caso eso es bueno, porque es en la rutina donde más me centro y me considero más productivo.
En su biografía de Tolstoi, E. J. Simmons describe así un día cualquiera en la vida del escritor ruso:
“Toda la familia se reunía para desayunar, y las ocurrencias y las bromas del señor hacían la conversación alegre y animada. Al final se levantaba y pronunciaba estas palabras: “Ya es hora de trabajar”, y desparecía en su estudio, normalmente llevándose con él un vaso de té bien cargado. Nadie osaba molestarlo. Cuando salía a primeras horas de la tarde era para hacer ejercicio, por lo general una caminata o un paseo a caballo. A las cinco regresaba para la cena, comía con voracidad, y cuando había saciado el apetito divertía a todos los presentes con vívidas narraciones de cualquier acontecimiento ocurrido durante su paseo. Después de cenar se retiraba a su estudio a leer…”.
Tolstoi, además de un fabuloso escritor, era un gran aristócrata, así que su actividad literaria no se vio nunca entorpecida por la ordinariez de tener que buscarse el sustento diario. Pero la exposición de su cotidianidad como una adición rutinaria de hábitos, en los que la escritura, la lectura y la caminata ocupan un papel preponderante, me parece bastante convincente, y como plan de jubilación resulta todo un modelo.
Como aspiración de conducta, el Carpe Diem siempre ha gozado de gran prestigio. Es rutilante e inflamable, resulta enormemente seductor. Pero de un tiempo a esta parte comulgo más con el Aurea mediocritas de Horacio. Para los griegos, la mediocritas era también un atributo de la belleza. Mi cuerpo me pide una vida rodeada de aurea mediocritas, porque es ahí donde me siento más cómodo y feliz. Este espíritu, sin embargo, me abraza en un muy mal momento. Se acercan inexorablemente las fiestas navideñas, con su bacanal de comidas de empresa, excesos etílicos y gastronómicos, ruido y encuentros sociales ineludibles. No soy uno de esos que reniegan por pose de la Navidad, me suelen resultar divertidas, pero percibo que las fiestas han degenerado en los últimos tiempos hacia un punto de mal gusto insoportable. Resulta difícil salir indemne de esa artillería de adornos navideños en las tiendas de chinos, de papanueles y reyes magos de polispán escalando ventanas, de inmigrantes disfrazados de Santa Claus en las farolas, de anuncios gritones de juguetes en la tele, de infames hilos musicales en los centros comerciales y hasta en el metro con voces de querubín y campanillas, de hordas de compradores que construyen colas kilométricas en los cajeros de los hipermercados. Hay pocas cosas tan tristes como un hombre trajeado a media tarde, o ya de noche, que vuelve en el Metro de la preceptiva comida de empresa, y que no puede controlar la cogorza. Con su corbata descolgada del cuello desabotonado, parece un animal que se estuviera muriendo, toda la alegría que desplegó durante la jornada se ha desinflado y ahora es sólo un pobre hombre que vuelve borracho a casa. En eso, pienso, hemos convertido la Navidad: en un ritual de pobres hombres volviendo borrachos a casa.