En ese sentido, los Gobiernos se inclinan por satisfacer las demandas de un sector minoritario de la población, sumamente poderoso al representar al capital, en detrimento de la inmensa mayoría de los ciudadanos a los que supuestamente, en democracia, debían deberse los servidores públicos. La democracia, así, es traicionada por espurios intereses de esa minoría afortunada (dispone de fortunas), mediante actuaciones que corresponden a una oligarquía en vez de a un Estado de derecho, social y democrático. Tan es así que, con la sumisión a los dictados de la economía, los gobiernos han dejado de representar a los ciudadanos para dedicarse a defender únicamente a los propietarios de la riqueza y los privilegios. Se conforman con ser agentes delegados de una élite social que impone la salvaguarda de sus beneficios frente a las necesidades de la población y estiman que sus negocios son prioritarios a cualquier servicio público. Es por ello que obligan a desmantelar el llamado Estado de Bienestar, construido para socorrer a los más desfavorecidos, para facilitar la rentabilidad de sus inversiones.
Entre prestar un servicio ohacer negocio, lo tienen claro. Nos lo demuestran con miles de ejemplos cada día. Son capaces de cualquier cosa con tal de ganar dinero. Quitan becas para que pidamos préstamos. Recortan la sanidad pública para que acudamos a la privada, también en educación, seguridad o pensiones. Y nos retornan al comienzo de la era industrial para que no disfrutemos de un horario laboral, de ocio y de sueño equilibrado, y no persigamos remuneraciones dignas, ni estabilidad en el trabajo o unas condiciones laborales que repartan los sacrificios entre empresarios y trabajadores. Nos obligan a regresar prácticamente a los tiempos de la esclavitud para maximizar las ganancias y la rentabilidad de los inversores, meros especuladores que buscan los máximos beneficios sobre cualquier cosa. Y los gobiernos, aquejados del síndrome de Estocolmo, ceden a sus reclamos, traicionando a sus nacionales, dueños de la soberanía.
Podemos es una muestra civilizada de enfrentarse a una economía implacable, por injusta y obscena, pero existen otras formas mucho más incontroladas y violentas de hacerlo, como indican los brotes de ira, cada vez más frecuentes y radicales, que prenden tras cualquier abuso de autoridad. ¿Tendremos que esperar a que se generalicen para que los gobiernos escuchen a los ciudadanos?