Porque hasta hace poco, Podemos vivía en su mejor momento. Sí, la prensa y los miembros del establishment le golpeaban un día detrás de otro. Pero todo aquello malo que se decía de él, le terminaba haciendo más grande. Y era así porque parecía que era el proyecto político que necesitaba la gente para salir de esta terapia del shock a la que los sucesivos gobiernos del PP y del PSOE habían sometido al Estado por instrucciones de la Comisión Europea.
Frente al gobierno oligárquico que nos domina, Podemos se presentaba como un partido de base asamblearia, de reciente creación y, por tanto, con todas las puertas y ventanas abiertas a la participación de quienes pasaran por allí. Contaba con grupos organizados desde hace años, como Izquierda Anticapitalista (IA) –que fue quien impulsó al grupo de Iglesias con la voluntad de ampliar la base de participación-, y también con exmilitantes y excolaboradores de diferentes sectores de Izquierda Unida (IU). En un principio pareció una OPA hacia IU de la Comunidad de Madrid, pero pronto se vio que había hueco para una fuerza como ella. No es que la gente les tuviera simpatía por quiénes eran –aún no eran conocidos por nadie- sino que muchos y muchas les identificaron con el 15M, y eso les hizo receptores de todas las simpatías que había despertado ese movimiento. Podemos, con todos los focos sobre sí mismo, fue capaz de poner sobre la mesa determinados debates urgentes. Como la necesidad de una renta básica universal, la conversión de esta democracia parlamentaria en una más participativa, la lucha contra la corrupción y el constante amiguismo entre élite empresarial y élite política. Era el programa del 15M, y era el programa que la inmensa mayoría de ciudadanos estaba esperando: que se garantizara un Estado de Bienestar a la inmensa mayoría de la población que no puede pagarlo todo de su bolsillo. Un Estado Social de Bienestar. Había conseguido hacer aquello que dijo Quim Arrufat sobre la entrada de la CUP en el Parlament: venir para agobiar a la derecha y para estresar a la izquierda. Y lo hacía con una organización horizontal, basada en las luchas locales, las cuales vertebraban su discurso nacional.
El PSOE veía cómo el debate central de la izquierda se quedaba muy lejos de lo que estaba dispuesto a llegar con su programa de contra-contrareformas (sic). IU se veía sobrepasada por la voluntad de participación de gente que, en gran parte, habían sido sus votantes. Y el PP comenzaba a pensar que de tanto llevar el debate a la izquierda, sus costuras de extrema derecha quedarían más al descubierto. Podemos podía ganar unas elecciones, y la demoscopia así lo alertaba. Había logrado cambiar el ciclo político: del shock en el que nos encontrábamos desde 2010, a la ilusión por contraatacar y cambiarlo todo.
Pero en estas vino el debate del Scatergoris. ¿De quién era el juguete? Desde el principio había habido una tensión entre el liderazgo inquisidor del grupo de Somosaguas, y el resto de la organización. Durante la campaña a las europeas, las bases obligaron a cambiar determinados discursos –desde el somos patriotas de Monedero, que desapareció en el último mitin, hasta la aceptación del derecho de autodeterminación de los pueblos del Estado, forzado reconocimiento gracias a IA, pasando por el rechazo a incorporar al proyecto de manera formal a Jorge Verestrynge, colaborador de Iglesias. Las tensiones internas se fueron capeando hasta la definitiva composición del movimiento en partido.
En la asamblea de Vistalegre se enfrentaron dos modelos de organización: el abierto, que había dominado hasta ahora, de base asamblearia y estructurado de abajo a arriba; y el cerrado, propuesto por el grupo de Somosaguas, quienes lideraron la candidatura al Parlamento. Iglesias, Errejón, Monedero, Bescansa, Jeréz y otros más, obligaron a los militantes a elegir entre asamblearismo o liderazgo personalista, sabiendo que la cultura democrática de este país siempre pide quien le mande. Y ganaron, claro. Por goleada.
Desde entonces, no es casual, Podemos ha dejado de parecer opción de gobierno para parecer un partido pactista. En un último gran error, la dirección del partido planteó, frente a los ataques mediáticos, la celebración de una gran manifestación a su favor. En un país donde las mareas y demás protestas sociales habían tomado la calle de manera descentralizada durante tres años, Podemos dio un golpe en la mesa alegando lo mismo que Fraga en su día: que la calle era suya. El éxito de la manifestación –arrollador- supuso el principio del fin para el proyecto ganador. Y ahora lo sabemos. Porque, empeñados en seguir a la demoscopia, la dirección del partido se olvidó de las luchas locales para centrarse en lo que los caladeros de votos les parecían decir con insistencia. A veces las personas inteligentes cometen el error de pensar que la realidad se amoldará a sus descubrimientos.
Un 2015 plagado de minas electorales que, en realidad, han constatado que Podemos no es capaz de ganar nada por sí mismo, como presumían desde el grupo de Somosaguas. Andalucía fue el primer ejemplo, pero es que en la formación de las candidaturas municipales se volvió a demostrar que, cuando se abrían a la participación, la gente elegía a candidatos independientes antes que a candidatos orgánicos. Podemos aún podía ser un vehículo para el cambio, pero ni el único ni en solitario.
Cero victorias electorales y varias candidaturas municipales que reventaron el partido después, el resultado es un Podemos que ya no depende de sí mismo para poder ser opción de gobierno… ni siquiera para ser opción de pacto de gobierno en una alianza con el PSOE. Y sólo la irrupción del municipalismo en común, como el de Barcelona, Santiago, Coruña o Zaragoza, podría volver a darle vida a un proyecto que, en mi opinión, se basa demasiado en la demoscopia y el liderazgo personalista. Algo muy vieja política para los nuevos tiempos de luchas locales y de base que corren. Por muy listos que sean en Somosaguas.
Foto: Podemos.