Por María Esperanza Casullo
Circula popularmente una maldición china que dice: “Vivirás en tiempos interesantes”. Seguramente es apócrifa; seguramente es sólo una frase de origen falso para archivar en una carpeta con la supuesta poesía en donde Borges decía que si volviera a vivir comería más helado y con el 90% de las frases motivacionales de Charles Bukowski que pululan. Esa frase, sin embargo, merecería una revisión: aun peor podría ser que te dijeran: “Vivirás en tiempo de trascendencia epocal”.
Estamos viviendo en tiempos de trascendencia epocal.
(Breve digresión: Bukowski fue un emblema del realismo sucio, ex peleador de bar amargado porque sus manos demasiado pequeñas lo ponían en desventaja en los combates de borrachos, cronista de las noches y de las mañanas de una década del setenta en la costa oeste norteamericana que fue mucho más una pesadilla de la clase trabajadora que una utopía de sol, drogas y surf. El hecho de que lo hayan convertido en una especie de generador de frases cursis para poner en tazas de café me hunde más en el pesimismo que casi todo lo que voy a poner a continuación).
Vimos la mayor epidemia mundial desde 1918, con imágenes de personas acostadas en los pasillos de los hospitales, camiones preparados como morgues, ciudades vacías y famosos cantando “Imagine” a la cámara. Vimos la invasión de Rusia a Ucrania. Esa guerra, que iba a durar 3 días, ya lleva casi cinco meses. Cada jornada nos asaltan imágenes de ciudades bombardeadas, tanques cruzando campos, ciudades incendiadas y colas de refugiados. La guerra en Europa causó un alza mundial de los precios de alimentos y de la energía, que detonó o empeoró una serie de circuitos de crisis en el tercer mundo. Protestas por el precio del combustible en Ecuador, hambrunas en Etiopía, controles de precio del pan en Egipto, freno a las exportaciones de grano en India.
Para terminar de componer todo, entró en crisis epocal la potencia hegemónica. En la última semana, la Corte Suprema estadounidense con mayoría right winger decidió empuñar una maza de demolición y derribar el (precario) orden político que había estabilizado (más o menos) a los Estados Unidos de América en los últimos 50 años. En poco más de dos semanas decidió que no existe una garantía constitucional al derecho al aborto (el precedente de Roe v Wade tenía 49 años); que es legal que los maestros y maestras recen y hagan rezar en las escuelas públicas; que las tribus nativoamericanas no tienen soberanía sobre sus sistemas de justicia (algo establecidos en tratados de un siglo); que el Estado federal no tiene capacidad de regular a las empresas de energía desde el punto de vista del medioambiente (la ley era de 1970, pasada por el presidente republicano Richard Nixon); y que los estados no pueden legislar para restringir el acceso de la población a las armas, aun rifles automáticos de tipo militar (una ley de hace 40 años). Además de todo eso, señaló que iba a tomar para su revisión en los próximos meses un expediente que podría eventualmente sancionar que las legislaturas estaduales tienen la capacidad de revisar o suspender el resultado de las elecciones presidenciales si sospechan algún tipo de fraude. O sea, que las legislaturas provinciales podrían dar vuelta el resultado de una elección popular sin otra justificación.
Puede causar algún alivio pensar que vivimos en un país muy alejado de todas estas realidades vertiginosas. De hecho, resulta sorprendente pero no equivocado pensar que en algunas cuestiones estamos mejor. La legislación de defensa a la autonomía corporal de mujeres y personas gestantes, de defensa a los derechos de diversidad de género y orientación sexual, y de derechos de los pueblos originarios hoy es mejor, más moderna y más humana en Argentina que en Estados Unidos. Se siente raro poder decir eso. Sin embargo, sería una ingenuidad pensar que un país periférico y dependiente como Argentina podría efectivamente aislarse de semejantes turbulencias sistémicas. Es imposible que un país como el nuestro se aísle económicamente, políticamente o culturalmente.
No se trata, sin embargo, de pronosticar la victoria inevitable de una reacción de ultraderecha global que nos transformará a todos en avatares del Cuento de la Criada; no se trata de pronosticar un mundo en donde sólo podremos ser comandantes, esposas o criadas. De hecho, se trata sobre todo de aceptar que vivimos en un momento en que se vuelve imposible pronosticar cómo será exactamente el mundo en un par de años; sólo podemos saber que no será como lo es actualmente.
Es cierto que la ultraderecha global viene por todo, en todos lados, y que lo hace con una agenda que va más allá del neoliberalismo ingenuo que conocimos en los noventa. La ultraderecha actual sostiene una idea simple: los mercados deben ser totalmente desregulados, mientras que la vida social, sexual y cultural fuera de los mercados debe ser completamente regulada y jerarquizada según relaciones de género, de raza y de preferencia sexual. Dentro de los mercados, el ser humano debe ser un átomo libertario; dentro del hogar, un paterfamilias varón, blanco y heterosexual dominante o será un subordinado. No hay contradicción entre ambas cosas, así como no hay contradicción en sostener, por ejemplo, que las mujeres deben ser emprendedoras capitalistas en el mercado y madres de familia sin derechos reproductivos en la esfera privada. No hay contradicción en sostener que podría legalizarse la venta de niños pero que debería prohibirse la protección estatal a las identidades queer. Por esto mismo, no vale la pena señalar que un liberal que se opone al aborto “no es realmente liberal”; ese liberalismo o murió o nunca existió, y en todo caso eso no importa porque en el liberalismo realmente existente hoy las mujeres y personas gestantes no son reconocidas como individuos iguales en el mundo de lo privado.
Sin embargo, es importante señalar que el éxito de esta agenda no está escrito en piedra. En Estados Unidos las encuestas marcan que la mayoría está a favor de los derechos reproductivos; en América Latina hemos podido comprobar que no sólo se puede resistir sino que se han expandido los derechos de mujeres y personas LGBTIQ+ en la última década. El problema del progresismo global no es un conflicto de falta de popularidad de sus posiciones, sino, en todo caso, de falta de una teoría y una práctica de la acumulación de poder, y una duda sobre cuál es su sujeto histórico, toda vez que no puede serlo ya la clase trabajadora únicamente (pero eso sería tema para otro newsletter). El progresismo se enamoró tanto de la idea de la inevitabilidad del “fin de la historia” y de las instituciones que se olvidó de acumular poder. Eso, más una crisis de liderazgo encarnada en dirigentes como Joe Biden o Nancy Pelosi, que no pueden encarnar el enojo de sus bases, que apuestan a sostener instituciones de las cuales son producto.
En este momento de crisis es necesario que la centroizquierda o izquierda global pueda decir: admitimos que esas comunidades y movimientos (afro, feminista, indigenista, queer) tuvieron razón. Tuvieron razón y otros no. Muchos se complacieron en decir que exageraban, que el avance de la derecha no era tal, que vivimos en el mejor de los mundos posibles, que el mundo se mueve hacia algo mejor, que vamos a tiempos “posmateriales” y que lo más eficiente es no hacer muchas olas. Pues no. Los, las, les militantes queer, trans, indígenas, afrolatinas, feministas tuvieron razón y la tuvieron mucho antes, más lúcidamente, más astutamente y más pragmáticamente. Fueron más y mejores dirigentes, estrategas, organizadores. Eso, para no hablar de poetas y cantores.
Corresponde, ahora, no sólo que resistan, como hacen siempre, sino que lideren. Sólo así podremos ganar el futuro. Y somos muchos los que estamos listos para eso.
María Esperanza Casullo