partir de cero, insistir en la servidumbre del alma, acometer el
aprendizaje del vuelo del pájaro, desordenar el trance sublime de
querernos y volverlo a colocar en su secreto sitio de espuma y de besos
absolutos, ser impúdico en lo preciso, que no se note que somos
frágiles, clausurar la alegría únicamente para encerrarnos en otra,
educar el cuerpo para que no se pierda un solo festín, alborotar el
corazón con la risa de los niños, evocar la infancia leyendo unos
versos, vivir iluminado por la obediencia de unos cuantos muy íntimos
vicios, recibir con perplejidad los dones del mundo, examinarlos,
ceremoniosamente besarlos y luego arrumbarlos al fondo del alma, donde
la memoria hace su libro perfecto de rimas, acudir a la cita diaria del
amor sin estrépito ni ruido, perdernos en la felicidad sencilla de los
libros, derrumbarnos al final del día con la certeza de haber hecho
feliz a alguien, adorar los dioses justos o no adorar ninguno y rezarnos
a nosotros mismos cada noche, beber el tiempo, paladear las horas,
saborear los minutos, saber ser dignos en la derrota, buscar a los
amigos y dejar que nos busquen, arder ante la belleza, invocar al numen
de la cordura mientras que no abandonemos del todo unos gramos de
desatino y aguardar la muerte juntos, el uno confiada y jubilosamente en
el otro, como quien en el sueño de pronto percibe la inminencia de un prodigio y lo mira de frente y calcula golosamente la forma en que lo acunará y lo enseñará al mundo