Poemas de El bar de Lee, Día Mundial del Arte

Publicado el 15 abril 2015 por David Pérez Vega @DavidPerezVeg
Hoy, 15 de abril, hemos celebrado en el colegio donde trabajo el Día Mundial del Arte. Se han organizado diversas actividades: pintar, tocar música, danzar, interpretar teatro y recitar poesía. La jefa del departamento de Lengua me pidió que recitara alguno de mis poemas, y yo acabé por decir que sí. Lo cierto es que, a diferencia de las personas que publican libros de poesía (y en más de un caso parece ser una condición necesaria, más importante que la de la calidad, para que esto ocurra), yo no recito mis poemas en bares o en otros lugares parecidos.
Elegí de El bar de Lee (2013) dos poemas, uno de cada poemario que lo componen, Nieve de Móstoles era una fiesta (1998) y Llaves de El calvo del Sonora (2008). Lo que une a los dos es que hablan de la infancia, tema que podía tener en común con los chicos que iban a ser mi público (2º de bachillerato y 4º de la ESO).
Nieve es el primer poema de El bar de Lee, el único escrito en 1997. En un año en el que mi público de esta mañana no había nacido, y en el que yo no había navegado nunca por internet ni tenía teléfono móvil. En diciembre de 1997 yo quería escribir una novela, pero un sábado o un domingo nevó en Móstoles, me asomé a la terraza de mi casa, volví a mi habitación y cogí una carpeta para apoyarme y un folio para escribir. Tomé sobre el natural las primeras palabras del que iba a ser este poema, y del que –siguiendo el tono de esta primera tentativa- iba a salir todo el poemario.
Lo cierto es que me he puesto bastante nervioso al salir a recitar en el salón de actos. Al menos a la mitad de los alumnos (estaban los de todas las clases de 2º de bachillerato) les doy clase de Economía, lo que no me supone ningún problema. Pero recitar algo tan personal como mis poemas ya era otro asunto. En el segundo pase, para 4ª de la ESO, ya estaba más tranquilo. Los alumnos han escuchado mis versos de una forma muy educada. Creo que tienen una curiosidad sincera por descubrir otras facetas de sus profesores. Otros chicos recitaban poemas de Luis Cernuda o de Blas de Otero. Me ha encantado ver cómo un chico de diecisiete años declamaba un poema propio, un desgarrado texto de desamor, siguiendo ritmos de rap, con bastante más soltura que yo. Y es que en esto del arte todos somos aprendices.
Dejo aquí estos dos poemas:
NIEVE     Montevideo era verde en mi infancia        absolutamente verde y con tranvías      (...) era tan diferente, era verde.                 MARIO BENEDETTI
Blanca, limpia sobre las capotas de los coches, entre los dedos deshojados de los árboles, leves puntadas amarillas en las copas oscuras como un oro enlutado de tiempo caído en el fango del invierno, así ha caído esta noche la nieve de la infancia sobre las capotas de los coches.
Parece ya una fotografía tan lejana, coches antiguos, rojos desvaídos, camuflados por el esplendor del blanco, resignados sobre el asfalto roto, enmohecido sobre el que jugábamos al fútbol, cuando no había tantos coches rojos cubiertos por la nieve.
Jugábamos en la calle. Veo la farola escuálida que era un poste y el árbol deshojado, descarnado, que era el otro, con nieve en sus horquillas y la puerta verde que no estaba en mi infancia.
Yo era un Arconada de gomaespuma con mis guantes de gomaespuma bajo los palos del mismísimo cielo; a veces amanecía nevado, igual que hoy, 14 años atrás, y nos lanzábamos bolas fulgurantes de risa, de latón y de agua con la nieve recogida del capó de los coches que hoy ha vuelto a caer entre los dedos huesudos de los árboles, con pinceladas impresionistas de hojas amarillas gastadas por el ladrido de los perros, sobre el aparcamiento incesante de árboles marrones. Cuando podaban esos árboles saltábamos sobre las ramas apiladas, cavábamos túneles en ellas, eran una cama elástica y un refugio de guerra.
Y ahora, estudiando Análisis Contable, esas ramas vuelven a crecer igual que vuelve a caer la nieve. Entre las nubes frías de la mañana lo observo desde la terraza, esperanzado de que así vuelva a crecer la infancia.
   5-12-97.
LLAVES
Como si en realidad fuesen tres hermanos me sigue pareciendo complicado diferenciar entre los cuentos de Andersen y los de los Grimn. Yo aún no sabía leer, esperaba a que mi padre regresara del trabajo y tras cambiarse de ropa le hacía sentarse en el sofá. Como en la apoteosis de un rito antiguo deseaba que cobrasen vida los signos negros encerrados en el fino papel, se abrirían para mí entonces, en aquellas tardes primeras, las vertiginosas puertas de estos libros que hoy conservo: La sombra y otros cuentos de Andersen y Cuentos de Jacob y Wilhelm Grimn, en las baratas y cuidadas ediciones de Alianza.
Se aclaraba la garganta y bajo el bigote la voz, en ese momento el niño que era yo sucumbía a la magia que invocaban las palabras, magia que le conduciría a vigilar su sombra de repente presentida como un ser autónomo, a pensar en princesas verdaderas que detectaban guisantes bajo una montaña de almohadas, a interrogarse con ceño fruncido si de verdad en algún lugar del mundo los sapos hablaban.
Ahora sé que sí: lo hacían en los estanques de aquellas frases que mi padre conjuraba en el sofá de casa tras su trabajo de ingeniero. En una ocasión le pregunté si él escribía cuentos. Yo no sabía leer pero pensaba que quien leía cuentos debería también querer escribirlos. Confuso, sorprendido, imaginaba.
Recuerdo entre todos uno: La llave de oro. Un niño sale a buscar leña en un crudo día de invierno, entre la nieve encuentra una llavecilla de oro, después un cofre y en él una cerradura. Y entonces le dio una vuelta; y ahora hemos de esperar hasta  que haya terminado de abrirlo y levante la tapa:  entonces nos enteraremos de las cosas  maravillosas que contiene el cofrecillo. Finalizó mi padre abrupto la lectura. No podía creerlo, me tomaba el pelo, tenía que saber qué contenía el cofrecillo, necesitaba saberlo. Insté a mi padre a que pasase el dedo por las palabras según las repetía. Ni una más. Éramos víctimas de un error. Llegué a coger una lupa en busca de los restos de una supuesta página arrancada donde, sin otra posibilidad, tendría que encontrarse resuelto el misterio.
Puedo ver a mi padre: sonreía observando a aquel niño que no sabía leer, su indagar en el lomo esquivo de un libro de bolsillo. Quizás él haya olvidado esta extraña escena que regresa a mí con terquedad de símbolo, porque, sin duda, lo más extraño de todo es que tres décadas después el niño que era yo, convertido en adulto, aún sigue buscando lo que había en aquel cofrecillo.