La juventud, por su condición misma, desconoce los acíbares de la frustración. Todo en ella es júbilo, arrebato, ansia, proyecto e infinito. Cuando aún son pocos los años que nos afligen lo tenemos claro: el futuro (esa sustancia cuyos perfiles todavía desconocemos, y aun despreciamos) se nos entregará sin reservas y nos hará dichosos. Será (quién lo duda) un ámbito de luz, un paraíso alcanzado. Pero pasa el tiempo y su huracán de arena gris modera nuestra euforia: llegan las primeras decepciones, que pronto se arraciman, huérfanas de misericordia; llegan las lágrimas, que son agua en nuestros ojos y ácido en nuestras mejillas; llegan la amargura y el desengaño, que tajan la carne de nuestro espíritu y nos certifican el error en el que estábamos viviendo.Pascual García, poeta maduro desde su juventud, ha alcanzado también la otra madurez, mucho menos agradable: la de descubrir que las esperanzas tenían su reverso de hiel, agazapado y turbio; la de descubrir que el amor, lejos de erigirse en espacio intocable y purísimo, admite las salpicaduras del fango y muchas más grietas de las que podíamos sospechar; la de comprender que sólo éramos felices mientras vivíamos en la burbuja de la ignorancia. Así, el llamado “amor verdadero” queda transmutado en “desamor verdadero”, en miasma, tristeza y soledad golpeada por el viento.El poemario, que se inicia con un verso luminoso (“Tú y yo cogidos de la mano, juntos”), pronto gira hacia las revelaciones amargas. Esas manos que parecían fundidas para la eternidad comienzan a distanciarse, a perder calor, a convertirse en animales ariscos que cuelgan de unos brazos desilusionados; y el corazón extrae sus conclusiones, muchas de ellas cifradas de una forma dura, tajante, amarguísima: “Unos años que perdí en balde”, “La noche se quedó en nosotros para siempre”, “Fuimos naufragio desde el primer día”, “La carne y los sueños no eran compartidos”… El balance no puede resultar más apocalíptico y se llena de palabras quizá injustas, pero es que el animal herido no se puede permitir el ejercicio de la mesura. Todo es para él “noche o relámpago”, como clamaba Pablo Neruda: una oscuridad larguísima y leves fogonazos de luz.Mediante significativas repeticiones léxicas (la huida, la juventud, la soledad), que se alternan con otras incluso más abundantes (las manos son mencionadas sesenta veces; la memoria, treinta y dos), el poeta construye con rotundidad dolida el campo verbal de la desilusión, del páramo y del ulular del viento con unos versos sólidos, firmes, inolvidables. Poemas del desamor verdadero supone el testimonio de un gran poeta que, en medio de la tristeza y la soledad, se sienta y escribe para dejarnos su dolor en forma de tinta.
La juventud, por su condición misma, desconoce los acíbares de la frustración. Todo en ella es júbilo, arrebato, ansia, proyecto e infinito. Cuando aún son pocos los años que nos afligen lo tenemos claro: el futuro (esa sustancia cuyos perfiles todavía desconocemos, y aun despreciamos) se nos entregará sin reservas y nos hará dichosos. Será (quién lo duda) un ámbito de luz, un paraíso alcanzado. Pero pasa el tiempo y su huracán de arena gris modera nuestra euforia: llegan las primeras decepciones, que pronto se arraciman, huérfanas de misericordia; llegan las lágrimas, que son agua en nuestros ojos y ácido en nuestras mejillas; llegan la amargura y el desengaño, que tajan la carne de nuestro espíritu y nos certifican el error en el que estábamos viviendo.Pascual García, poeta maduro desde su juventud, ha alcanzado también la otra madurez, mucho menos agradable: la de descubrir que las esperanzas tenían su reverso de hiel, agazapado y turbio; la de descubrir que el amor, lejos de erigirse en espacio intocable y purísimo, admite las salpicaduras del fango y muchas más grietas de las que podíamos sospechar; la de comprender que sólo éramos felices mientras vivíamos en la burbuja de la ignorancia. Así, el llamado “amor verdadero” queda transmutado en “desamor verdadero”, en miasma, tristeza y soledad golpeada por el viento.El poemario, que se inicia con un verso luminoso (“Tú y yo cogidos de la mano, juntos”), pronto gira hacia las revelaciones amargas. Esas manos que parecían fundidas para la eternidad comienzan a distanciarse, a perder calor, a convertirse en animales ariscos que cuelgan de unos brazos desilusionados; y el corazón extrae sus conclusiones, muchas de ellas cifradas de una forma dura, tajante, amarguísima: “Unos años que perdí en balde”, “La noche se quedó en nosotros para siempre”, “Fuimos naufragio desde el primer día”, “La carne y los sueños no eran compartidos”… El balance no puede resultar más apocalíptico y se llena de palabras quizá injustas, pero es que el animal herido no se puede permitir el ejercicio de la mesura. Todo es para él “noche o relámpago”, como clamaba Pablo Neruda: una oscuridad larguísima y leves fogonazos de luz.Mediante significativas repeticiones léxicas (la huida, la juventud, la soledad), que se alternan con otras incluso más abundantes (las manos son mencionadas sesenta veces; la memoria, treinta y dos), el poeta construye con rotundidad dolida el campo verbal de la desilusión, del páramo y del ulular del viento con unos versos sólidos, firmes, inolvidables. Poemas del desamor verdadero supone el testimonio de un gran poeta que, en medio de la tristeza y la soledad, se sienta y escribe para dejarnos su dolor en forma de tinta.