Poesía

Publicado el 04 enero 2022 por Malama
El pasado miércoles 29 de diciembre estuve a punto de enviar una carta a El País para solicitar que la transcripción de los versos de un poema se marquen con algún signo como la barra (/) para que el lector pueda hacerse una idea de la disposición de los textos que por razones obvias no caben en los cuatro centímetros y medio de una columna de una plana a cinco en la edición en papel. Fue el caso de la crónica de Berna González Harbour titulada «La poesía que ha arropado a este 2021 —en la edición digital, «Poesía curativa para un mundo herido». Mejor, porque el primer titular parecía un contagio de lo que la joven escritora de Jaén Begoña M. Rueda dice: «Intento hacer del poema una prenda de abrigo. Hago versos como quien hace guantes, bufandas y gorros de croché con toda la intención de quitarle el frío a mis lectores». Ahí es nada. No quería entretenerme en la cuestionable calidad de los versos ni en la hondura de las ideas recogidas en ese artículo, y solo me interesaba llamar la atención sobre lo importante que es, en medios de tanta difusión como el periódico más vendido y leído en España, que el género poético se muestre como es y no se tergiverse —propuesta que hago como tercera acepción del verbo («Tergiversar.— 3. tr. Trastrocar o trabucar un verso»)—. La letra cursiva como diacrítico señala a los lectores en papel dónde están los poemas, pero poco ayuda la partición de las líneas. Nada de esto está en la edición digital, que prescinde de la cursiva, que sustituye por comillas, y corta bien los versos, interlineados con un impropio aire en torno que afea la presentación de palabras tan especiales e insólitas en la prensa diaria. Esto daría para un tratadito sobre la manera de editar modernamente los textos poéticos en los nuevos formatos de las redes sociales, de los blogs o de la prensa digital, en los que habría que poner el mismo cuidado que Juan Ramón Jiménez ponía en su labor de editor. En fin, el caso ha sido, con esa presencia en la prensa del miércoles de la poesía, que debe de ser el género que me ha elegido para despedir el año y recibir el nuevo en el que estamos. Y es que esta casa se ha llenado de más libros de poesía que los habituales. Lo llamativo es que hayan coincidido en tan poco tiempo. Compré por interés uno antiguo —de 2019—: Lara López, Derivas (Prensas de la Universidad de Zaragoza); y el más reciente de Marta Agudo, Sacrificio (Madrid, Bartleby Editores, 2021). En la escalera de casa recibí con entusiasmo de la mano de su autor —como debe ser en materia de autoediciones— El fin de muchas cosas (Cáceres, Buenas Costumbres Ediciones, 2021), de Juanjo Cortés. Por correo me llegó el nuevo libro de poemas de José Antonio Llera, El hombre al que le zumban los oídos (Santiago de Chile, RIL editores, 2021), publicado en la misma editorial que la sorprendente Poesía elemental (Santiago de Chile, RIL editores, 2021), de alguien que se recoge en los seudónimos de autor —Demetrio Meléndez Díez— y de editor literario —Imanol Mendizábal—, y que habrá que tener en cuenta entre lo que se sale de lo convencional. Coincidieron estas visitas poéticas con el envío ayer de las nuevas entregas —la tercera y la cuarta— de la colección Alondra: Lorenzo Martín del Burgo, Sueños del humo (1972-1980) y Luis Bodelón, Para siete cuerdas. Glosario, canto y orilla, ambas publicadas en Madrid, por Turpin editores (Gráficas Almeida, 2021). Insisto en esta obsesión: a fecha de hoy, son todos libros del año pasado. Como otra sorprenderte perla de Liliputienses: Lucas Soares, El poeta y el buey (Isla de San Borondón, Ediciones Liliputienses, 2021), que me ha llegado con el regalo de Patricio Grinberg, Kylgo Kabuki [instrucciones para vaciar una novela] (Isla de San Borondón, Ediciones Liliputienses, 2020), y el número sexto de la revista microscópica de poesía Los poetas no son gente de fiar, otra de las maneras de mostrarse de José María Cumbreño, siempre ahí, en su isla cosmopolita y abierta a las mejores aguas poéticas. Tengo lectura. Más.