Completo esta semana el repaso lírico que inicié en el número anterior, acercándome a otros dos poetas de auténtico calado, con quienes tenemos la suerte de convivir en Murcia: José Luis Martínez Valero y Fulgencio Martínez.
Del primero me leí estas Navidades Libro abierto, editado por el febril y exquisito grupo de literatura La sierpe y el laúd, de Cieza, en su colección Acanto (que llega así a su cuarto número). Martínez Valero, fiel a la exigencia verbal que lo caracteriza (sus lectores lo sabemos bien), desliza en sus poemas una serie de hallazgos de notable primor, que cuajan de luces este volumen. Así, introduce verbos de contundente eficacia (cuando nos explica que la lluvia «teclea sobre el asfalto», o cuando nos hace observar que «ni una nube interrumpe el cielo»), adjetivos de calmosa exactitud («Permanece en sosiego transparente») y, en general, un léxico tan acendrado y escrupuloso que provoca maravilla. En algunas de sus páginas se detiene en la evocación melancólica de personas que, habiendo estado, ya no están (Agosto); ensaya atinadas estampas bucólicas (como esa delicia que nos entrega bajo el título de Miguel Hernández leyendo); compone textos que muchos críticos literarios y no pocos profesores de literatura harían bien en leer con humildad y atención (Oro falso y amarillo); o desliza versos tan enigmáticos y tan densos como éste que ahora transcribo: «Entre los animales, ninguno tan dócil como la piedra»). Como complemento, son también muy hermosos los homenajes que el poeta de Águilas tributa a vates de su predilección, como el lorquino Eliodoro Puche (al que recuerda en Mañana), el moguereño Juan Ramón Jiménez (Estas letras, Las nubes) o el zamorano León Felipe (al que dedica un reconocimiento implícito en las líneas de Sobre los animales), además de la inclusión de algunas referencias al Evangelio (véase el verso final del poema Transparente).
Y en la editorial Renacimiento, que en fechas recientes ha abierto su catálogo a valiosos poetas tan vinculados a Murcia como Dionisia García o Ginés Aniorte, encontré El cuerpo del día, de Fulgencio Martínez. Se trata de un volumen donde vemos cómo el vate desarrolla su voz lírica, filosófica y musculosa, con los andamiajes de un léxico recortado, exacto, que omite los adornos innecesarios y se sujeta a un proceso comunicativo de sequedad admirable. El escritor (que también publicó en Renacimiento su León busca gacela, en 2009) continúa avanzando en su proyecto de búsqueda literaria. Su poesía no es una pirotecnia de colores, ni tampoco una fanfarria de orquestina de pueblo, llena de confetis y músicas pegadizas, sino un esfuerzo casi juanrramoniano de pulcritud esquelética. Como el jardinero que mira un bonsái y lo poda con escrúpulo de microbiólogo, Fulgencio Martínez detiene su mirada en las aristas de la frase, en los vértices de las palabras, en los ritmos subterráneos, y ejecuta sobre ellos su labor paciente, implacable e invisible. El resultado es un poemario donde nos sorprenden verbos inesperados («Quizá su presencia diga un brillo»), sustantivos de brillante rareza («Fijo en el darién / donde comienza la tierra firme»), adjetivos para la sonrisa («Es azul como un pensamiento») y, en fin, una música callada pero real que impregna las páginas de un libro para el silencio y la relectura.
No sería aventurado afirmar que la obra de Fulgencio Martínez es una constante búsqueda de una vigorosa po-ética, es decir, de un lirismo donde las lianas de la ética se cruzan entre sí y forman redes de notable pujanza. Igualmente se antoja claro que las alusiones a Platón, Virgilio, Gil de Biedma, Góngora o Ángel González no son sólo un reconocimiento de deudas literarias, sino también un haz de vectores internos que dan sentido moral a la escritura. Parafraseando a un célebre escritor murciano (quien dijo que el amanecer acontece de la misma forma aquí o en Constantinopla), podríamos concluir que los poetas de nuestro entorno son tan excelsos y nos proporcionan tanta emoción estética desde diversos flancos que ignorarlos se antoja gazmoñería provinciana. Si no han leído ustedes los versos de Pascual García, Miguel Sánchez Robles, Antonio Aguilar, José Daniel Espejo, Ángel Paniagua, Juan de Dios García o Antonio Marín Albalate (y me limito a anotar mis lecturas más recientes), se pierden ustedes algo grande.