Sin auténtica Policía Judicial la investigación de los delitos de la clase gobernante, está condenada a una irremisible solución de impunidad. Nadie en su sano juicio puede considerar si quiera la posibilidad de que los mandos policiales nombrados por el Ministerio del Interior (Poder Ejecutivo) y adscritos sólo formalmente a las mal llamadas unidades de policía judicial, investiguen los crímenes de sus superiores jerárquicos o de quienes nombraron a su vez a éstos. Por otro lado, y no menos importante, los datos objetivos que el instructor judicial obtiene de una policía gubernamental como instrumento de la investigación penal son fácilmente cercenados o dirigidos a orientar las decisiones judiciales en el sentido que interese y ordene la cadena de mando policial, con una visión parcial de los hechos que provoca irremisiblemente el error judicial en el sentido deseado.
La inexistencia de separación de poderes distingue sólo nominalmente por su adscripción formal la labor de prevención, represión y persecución del delito, de típica atribución al ejecutivo (Ministerio del Interior), de la de su investigación una vez llegada la “notitia criminis” a sede judicial. Ésta última, de valor meramente auxiliar de la labor instructora del Juez y con su estricto límite, precisa de funcionarios estatales que con la referida dependencia del Poder Judicial actúen en inmediación jerárquica y económica del mismo. De paso, se alcanza la mejora en la eficacia de su funcionamiento por cuanto la directa trasmisión de órdenes e información reducirían al mínimo errores lamentables derivados de la pluralidad actual de mandos, ficheros y protocolos, y así la consiguiente descoordinación entre la autoridad administrativa y la judicial.
Una Policía Judicial en suma, que ajena a la razón de estado no fuera brazo ejecutor ni represor, sino linterna de su actuación investigadora en cuanto la autoridad judicial sospeche la existencia de delito, independientemente de razones coyunturales de política criminal que por criterios de orden público manden mirar a otro lado, o aún peor convertir al policía en cómplice del delincuente.
Pedro M. González