Con tal finalidad, se han lanzado frenéticamente a exagerar los defectos de los rivales y las bondades propias, pintando un panorama apocalíptico de la realidad y advirtiendo de las catástrofes que penden sobre nuestras cabezas si los contrincantes logran vencer, por sí solos o en coalición, estos comicios. Un dramatismo tan desaforado que impregna, incluso, al período previo de la campaña de una tensión innecesaria por el radicalismo con que se desarrolla la confrontación. Como si, para algunos, la democracia padeciera en la actualidad mayores peligros que cuando un teniente coronel de la Guardia Civil asaltó el Congreso de los Diputados, en febrero de 1981, para intentar un golpe de Estado, armas en ristre, que, afortunadamente, resultó fallido. O como si las dificultades económicas, tras la última crisis financiera, mantuvieran al país sin capacidad de generar riqueza, crear -aunque lentamente y en precario- empleo y no pudiera competir con oportunidades en el mercado global. O nos halláramos al borde de una ruptura del país por culpa de quienes aspiran a la independencia en Cataluña y los que intentan dialogar con ellos para encauzar el problema por derroteros democráticos y pacíficos. Para tales agoreros, en estas elecciones España se juega su ser y su futuro como nunca antes en la historia.
Resulta llamativo que, entre los partidos autoetiquetados como “constitucionalistas” -Partido Popular y Ciudadanos, formaciones conservadoras-, el referente ideológico y expresidente del primero, José María Aznar, no votase precisamente la Constitución, aunque ahora se comporte como su máximo y exclusivo defensor e intérprete, y que el otro partido ni siquiera existiese ni se le esperase cuando la carta Magna fue elaborada y sancionada por las Cortes Generales y el pueblo español. Y que con esa auto-otorgada “autoridad” tachen de “no constitucionalista” a un PSOE que luchó, desde la clandestinidad y luego desde la legalidad, por traer -junto a otros partidos- la democracia a este país, participó activamente en la redacción del proyecto constitucional y promovió las principales reformas que han hecho progresar y modernizar España hasta asemejarla a las naciones más avanzadas de nuestro entorno. Todo un rifirrafe que resulta demasiado exagerado y forzado, propio de una política hiperbólica.
Al menos, afortunadamente, ya no se habla de aquellas temidas “invasiones” de inmigrantes que amenazaban nuestras costas y ciudades. El fenómeno migratorio ha vuelto a la cotidianeidad de un asunto que se amolda a los parámetros manejables de una frontera que separa un primer mundo de oportunidades de un tercer mundo de conflctos y necesidades. Sólo Vox, el partido de ultraderecha recién incorporado a la lid política, sigue empeñado en considerar a los inmigrantes como una amenaza a nuestra identidad y cultura, despertando miedos infundados en la población y contagiando de xenofobia y racismo a los otros partidos de la derecha que compiten por el mismo electorado y precisan de su apoyo para una hipotética alianza gubernamental. Tan es así que, aquellas fuerzas que conceden arbitrariamente diplomas de “constitucionalidad”, no reparan en que Vox mantiene en su ideario la derogación de las autonomías y el retorno al Estado centralista, la supresión de las políticas que posibilitan la igualdad de la mujer, otorgar la “libertad” de portar armas de fuego y hasta forzar la salida de España de una Europa como proyecto de unión económica, monetaria, comercial, política y social. Por todo ello, el mensaje hiperbólico respecto a una inmigración considerada como foco de delincuencia, violencia y terrorismo, que arrebata puestos de trabajo a los nacionales y detrae recursos de nuestras prestaciones públicas, además de desnaturalizar nuestra identidad y costumbres, queda reducido a las soflamas de unos pocos demagogos, como Abascal, Trump, Salvini y, cuando se le calienta la boca, Casado, el líder del PP que no sabemos si se va radicalizando o abandona el disimulo para mostrarse cual es.
De igual modo, parece ridículo cuestionar los “viernes sociales” del Ejecutivo por continuar gobernando e implementando iniciativas que benefician a la mayoría de la población en fechas próximas al período electoral, sin serlo todavía oficialmente, al aumentar el permiso de paternidad, ampliar la cobertura por desempleo a los parados mayores de 52 años o suprimir el “impuesto al sol” que gravaba el autoconsumo de energía sostenible generada en una instalación propia. Medidas todas ellas que paliaban los efectos de unas políticas de recortes y austeridad tomadas durante la crisis y que se suman al aumento del salario de los funcionarios, la revalorización de las pensiones o la restitución de derechos laborales ya aprobadas anteriormente por el Gobierno. Y es ridículo, además de exagerado, por cuanto, a pesar del gasto que suponen estas medidas, se enmarcan en una economía cuyo crecimiento se mantiene por encima de la media de la Eurozona, aunque presente una leve desaceleración respecto a ejercicios anteriores, y que mantiene una inflación contenida, reduce poco a poco el déficit público, sin cumplir exactamente los objetivos previstos, y logra un descenso progresivo de la tasa de paro. Criticar la marcha de la economía y las iniciativas sociales con impacto económico como perjudiciales para el país es una manipulación de la realdad por parte de quienes se valen de la hipérbole para hacer política. Una actitud que caracteriza a una campaña electoral que, oficialmente, todavía no ha comenzado.