El cambio es una cualidad connatural de las sociedades porque los seres humanos, que son los que las componen son cambiantes, como también sus relaciones. Eso conlleva finalmente, constantes transformaciones, institucionales, culturales y valóricas.
A lo largo de los siglos, los diversos grupos y conjuntos humanos han sufrido rupturas y cambios de todo tipo, paulatinos, superficiales, a veces incluso imperceptibles; otras veces tremendamente abruptos, brutales, violentos. De esa forma, las sociedades han evolucionado, pero también muchas veces han retrocedido.
Ese avance o retroceso ha dependido mucho de cómo los miembros presentes de una sociedad, canalizan y asimilan los cambios en el presente, teniendo en consideración las experiencias del pasado y lo que esperan del futuro.
Siglos de cambios, conflictos, guerras, matanzas, hambrunas, parecen haber indicado que las sociedades prosperan de mejor manera desde la paz, no desde el aniquilamiento y la destrucción mutua. La guerra en cualquiera de sus formas no es progreso realmente. El cambio derivado en un fin destructivo, finalmente se convierte en el dios Saturno devorando a sus propios hijos.
La Política es una respuesta a la necesidad de canalizar el cambio y el antagonismo mediante la deliberación, sin tener que llegar al aniquilamiento y la destrucción. Es decir, y tal como dice Fernando Mires, surge para evitar la barbarie, y constituir “un medio de intercomunicación entre subjetividades múltiples”. Esto no implica ausencia de antagonismo y divergencia, sino que el reconocimiento de las disputas y la búsqueda de soluciones dentro de un marco pacífico, donde el argumento marca la pauta.
La Democracia surge de la ética de la argumentación. De reconocer a otros como igualmente respetables en el debate público. De la idea de que las partes se persuaden mediante la fuerza de los argumentos, mediante la palabra, y no a través de la fuerza del garrote.
Surge entonces como un mecanismo para establecer una sociedad política, y así salir de la barbarie que implica el antagonismo traducido en guerra. Como un instrumento para evitar que las discrepancias -siempre presentes entre los seres humanos- sean canalizadas de manera violenta y destructiva. En otras palabras, de manera inhumana.
Cuando la violencia y la agresión surgen en medio de la política, no puede haber Política porque no es posible la ejercer la palabra, porque no hay deliberación, y por tanto no hay paz entre los seres humanos, y mucho menos democracia. Por eso, una dictadura fascista, comunista o militar, jamás puede ser considerada una democracia, porque siempre suprimen la palabra y el debate.
Nuestras clases políticas han cometido un error garrafal. Han buscado mantener de manera tozuda, un orden general que fue funcional para propiciar un proceso de cambios pacífico, pero que después de veinte años de cambios, ha derivado en un stato quo inviable para los ciudadanos.
Su error ha sido considerar –al igual que todo dictador- que el orden vigente es la última palabra, que es un orden último, final e inalterable, y no un orden momentáneo que puede y debe ser debatido, polemizado, y que puede cambiar según cambia la sociedad y los ciudadanos mismos.
Contrario a lo que piensan, con su actitud no protegen la paz social, ni a la democracia, ni el orden, ni la estabilidad, sino que alejan al debate político del uso de la palabra, y lo acercan al filo del garrote y la barbarie.
Esa erosión, que es la degradación de la sociedad política -que significa nada más ni nada menos que la paulatina primacía del uso del garrote por sobre el de la palabra- conlleva el riesgo de que grupos y sujetos anti políticos, que consideran erróneamente la coacción y la destrucción como principios políticos válidos de ejercer (es decir, que no aplican la ética de la argumentación en ningún caso), tomen parte e incluso control de un proceso de cambios que, para ser exitoso, debería ser esencialmente pacífico.
Las reversiones autoritarias o el surgimiento de dictaduras siempre han surgido y han estado marcadas por la supresión paulatina del uso de la palabra en el debate público, a favor del uso del garrote, de la violencia, el terror y la coacción, que no son más que expresión de la barbarie humana.
Quienes valoramos la Democracia, la Libertad y la Política, debemos reencauzar los cambios -sus conflictos y antagonismos- hacia la Política. Es decir, hacia el debate y la polémica constante en el espacio público. Debemos guiarnos como ciudadanos hacia el uso de la Palabra.
Para ello, con lo primero –y quizás lo único- que debemos ser consecuentes es con la ética de la argumentación, que no es otra cosa que el respeto a los derechos humanos, ante cualquier prepotencia de los gobiernos presentes y futuros. Cualquiera que sea éste y el lugar donde nos encontremos. Esa es la única forma de ser consecuentes con lo que profesamos.