(Francisco de Quevedo y Villegas)
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El escenario estaba tranquilo, hasta el viento que hacía pocos minutos soplaba con intensidad se había parado de repente. Varios grupos de soldados descansaban mientras tomaban algunas provisiones.
El paisaje estaba silencioso. El cielo ya se iba tornando púrpura debido al crepúsculo. El lánguido sol anaranjado comenzaba a retirarse lentamente y sus rayos se reflejaban en la arena. Una arena fina, que durante el esplendor del día era de color amarillo dorado, y ahora adquiría esa tonalidad naranja-rojiza tan propia de la caída de la tarde.
Nada hacía sospechar que apenas unas horas antes se había producido una de las más sangrientas batallas. Una de esas batallas que cambian el rumbo de la humanidad. En el exterior de una de las tiendas del campamento, la más grande, dos legionarios se apostaban a cada lado de la entrada como si fueran dos estatuas vivas. Sus músculos tensos, sus rostros serios, sus ojos que ni pestañeaban, contrastaban con la alegría y el relajo del resto de sus compañeros. Y es que ambos sabían que la misión que les habían encomendado era delicada, tenían que custodiar al prisionero. Nadie, a excepción de su general, podía penetrar allí sin autorización.
Máximo, el más curtido de los guardianes, contemplaba el panorama que le rodeaba. Pese a sus largos años de servicio, su nariz no terminaba de acostumbrarse al olor acre de la sangre y la muerte. Sus oídos seguían escuchando, como si se tratase de un martilleo infame y machacón los alaridos de las víctimas inocentes. Ahora todo estaba en calma, los niños ya no lloraban, los que no hubieran muerto ya, habrían sucumbido al cansancio y al sueño. Ya no escuchaba la cantinela de los rezos de los ancianos y habían cesado los juramentos y las maldiciones de los pocos soldados enemigos que habían sobrevivido tras la dura contienda. Al fin, se habían acallado los gritos y los sollozos de las mujeres ultrajadas. —“Menos mal, que un soldado romano jamás violaría a niñas menores de doce años, ni a ninguna mujer a quien no le hubiese visitado su sangre menstrual por primera vez; en esto su religión y su disciplina militar era estricta” — Así trataba de consolarse el viejo legionario.
Ahora los soldados romanos tras dar rienda suelta a sus instintos sexuales y de rapiña —tan fuertes los unos como los otros— descansaban y reponían fuerzas con la placidez y la satisfacción que da la mas aplastante de las victorias.
Todo lo contrario que el grupo de los vencidos que, hacinados y encadenados como bestias salvajes, ocupaban el otro extremo de la ciudad. A ellos lo único que les quedaba era el cruel martirio de contemplar con la tristeza y la vergüenza reflejada en sus rostros, como aquellos salvajes —que decían actuar en nombre de la civilización— habían saqueado sus posesiones y, no contentos con eso, habían torturado y mancillado a sus mujeres. El mayor de los castigos para ellos era saberse vivos y no haber tenido la inmensa suerte de morir honrosamente junto al resto de sus compañeros, que aun yacían inertes sobre el empedrado de la ciudad o sobre la arena del desierto.
Máximo en aquellos momentos se sentía miserable, a pesar de que el pensamiento de respetar a las niñas y que él jamás había participado en esas bacanales sin sentido le consolaban, no podía evitar que los surcos de su cara se hiciesen más pronunciados y expresasen lo que sus ojos, de atento vigía, no podían reflejar.
Sus músculos se tensaron más si cabe, cuando vio que la figura de su general se acercaba a la tienda. Tras un breve saludo, el marcial visitante penetró en su interior.
Al fin se veían cara a cara, tras tantos años persiguiéndose mutuamente. Ambos se conocían bien, aunque jamás se habían visto en persona, al menos, no de tan cerca.
El más joven, se mostraba orgulloso y arrogante. El otro de edad madura le miraba fijamente con el único ojo que le quedaba. En ningún momento bajó la mirada, manteniendo la orgullosa dignidad del vencido, del que sabe que ha perdido en justicia frente a un enemigo superior.
— Es la primera vez que nos vemos las caras. Quién me iba a decir que yo, el bravo general, quien tuvo en jaque a todo el ejército romano iba a ser derrotado por un muchacho casi imberbe. — El tuerto se podía permitir el lujo de hablar con descaro.
— He rezado a los dioses pidiendo que llegase este día, quería verte a mis pies. Teníamos una deuda pendiente, tú mataste a mi padre, uno de los mejores generales romanos, y la honra de la familia de los Escipiones. Luego, no satisfecho, acabaste también con mi tío. Tu ambición no te dejaba vivir, necesitabas más tierras. ¿Qué tenía de importante esa Hispania para que sembrases la muerte a tu paso? — El joven vomitaba más que palabras, odio.
— Eso podrías habérselo preguntado a ellos, que no fueron mejores que yo. Ellos necesitaban dominar, y yo necesitaba dominarles a ellos para que en su afán de expansión no terminasen ni conmigo, ni con los míos. Y la prueba de que no me equivocaba la tienes ahí fuera. En esa ciudad que tú, tan digno general romano, ha convertido en ruinas — El ojo sano del maduro general derrotado lanzaba destellos. Le gustaba ver a su rival nervioso, y sabía que para eso él tenía que mantener la calma y no dejar entrever su orgullo herido ni, mucho menos, comportarse como una víctima humillada y derrotada. No podía darle la satisfacción de que su enemigo le viese como un hombre fracasado, aun siéndolo. Él siempre había sido un ser vanidoso y ahora era el mejor momento para exhibir su orgullo. Tomó aire y siguió hablando pausadamente sin elevar el tono de voz y con una tranquilidad que, a él mismo, le sorprendía.
— Yo mamé el odio desde la cuna. Apenas cumplidos los nueve años juré a mi padre, el gran Amílcar Barca, cuando estaba en su lecho de muerte, que terminaría con todos vosotros. Y desde entonces viví para cumplir una promesa que me ha mantenido encadenado toda la vida. Peleé sin desmayo y gané, hice que mi nombre fuese admirado y temido a partes iguales. Sí, mi joven enemigo, yo sé bien lo que es sentir el poder, sentir el miedo en la mirada de los que te rodean, pero créeme; nada dura eternamente y cuanto más alto se llega más dura es la caída. Goza de tu triunfo hoy, mira mi hermosa ciudad reducida a cenizas y disfruta. Algún día más o menos lejano sentirás la misma hiel que hoy corre por mis venas y me amarga las entrañas.
***
Ahora su sueño continuaba, volvía a rememorar palabra a palabra la conversación que sostuvo aquel lejano atardecer con su acérrimo enemigo. Volvía a contemplar las ruinas de Cartago. Y lo más curioso era que, otra vez le parecía sentir, posados sobre él, los ojos surcados por las arrugas — que más parecían cicatrices de lo profundas que eran— de aquel curtido centinela. Cuando en torno al mediodía su hija Julia fue a llevarle el almuerzo, Escipión había dejado de soñar.
Muchos kilómetros al este en el camino que conducía hacía Éfeso, un anciano con una túnica sucia y raída se sentó sobre una piedra para tomar aliento; su viaje había sido largo y sus pies ya no resistían el peso de su flaco cuerpo. Su vista se posó hacía el oeste y de sus rugosos labios brotó una sonrisa: “Te lo dije Escipión, la fama es efímera. Ya puedo descansar en paz, por fin podré presentarme ante mi padre con la cabeza alta. Hoy, el poderío de Roma comienza a declinar, al final todos terminamos siendo nada más que polvo en el viento”. El anciano cerró los ojos para no abrirlos jamás.
En el breve transcurso de unas pocas horas, el mundo perdió a dos de sus más gloriosos generales, y con esa pérdida comenzó el declive de una época. Aníbal y Escipión se vieron unidos en la vida y en la muerte por lazos de venganza y honor.
FIN