Todo empezó con un sonido, que más tarde describí al doctor de urgencias como un clunk, seguido de un agudísimo dolor en la espalda baja. Mi primer reflejo fue buscar asiento y ver si aún podía mover los dedos de los pies sin problema; sin embargo, pese a que podía moverlos, me fue imposible reincorporarme.
Sin pensarlo mucho, desesperada por el dolor y angustiada por no poder ponerme en pie, en brazos de mi hermano llegué a la sala de urgencias del hospital más cercano, que quedaba a dos cuadras. Allí, sin mayores demoras, me recibe el médico en turno a quien le expliqué en qué consistía mi molestia.
Yo aún no notaba la magnitud del daño y todavía pensaba que sería una lesión deportiva clásica (de esas que se curan con hielo, acetaminofén y un par de días de reposo), no conté con que debería quedarme interna una semana en el hospital, sin poder conciliar el sueño a causa del dolor y rezando por que el fortísimo coctel de analgésicos y corticoides hiciera efecto.
Finalmente, luego de una larga espera y varios exámenes, llega el diagnóstico: un desgarro en un músculo –cuya existencia ignoraba hasta ese día– que resultaba vital para la locomoción. No fue sino hasta que el doctor me explica –con suma paciencia– cómo sería mi vida durante los próximos meses, cuando comprendí el lío en el que estaba metida.
De manera jocosa, me indica la lista de prohibiciones con: “olvídate de los zapatos de tacón”, luego empezó lo más complicado... “evitar a toda costa las escaleras, caminar largas distancias y, por ahora, reposo total. Luego, si progresas, como esperamos, podrás regresar a tus clases con la ayuda de una silla de ruedas”. Ante mi expresión contrariada, me reconforta diciendo: “afortunadamente es temporal”.
Cuán diferente se vuelve la vida con un par de limitaciones... Comprendí lo poco que agradecemos la cotidianidad, lo habitual, la magia de los momentos completamente normales. Damos por sentada la “normalidad”, la buena salud, la autonomía y la independencia. Sentí cómo la vida de las personas que me rodeaban cambió, en especial la de mi familia, y muchas de las actividades cotidianas que usualmente tomarían poco tiempo se volvieron un reto.
Por primera vez en muchos años tuve que depender de la amabilidad de mi familia y amigos, quienes no dejaron nunca que me sintiera excluida.
Empero, la solidaridad solo llega hasta cierto punto, cuando tienes una ciudad con un ambiente hostil en extremo para quien tiene una movilidad limitada. Para mí, moverme en silla de ruedas se convirtió en la mayor prueba de paciencia que he tenido que enfrentar en mi vida.
Salvo los hospitales, el resto de la ciudad parecía gritarme: “¿Para qué sales?”. Aún recuerdo cuánta humillación sentí la primera vez que tuve que pedirle a mis compañeros de clases que me acercaran a un baño, y a pesar de que el lugar contaba con rampas de acceso, tenía una puerta demasiado estrecha para que pudiera entrar con mi silla de ruedas. Esto casi me obligaba a arrastrarme para llegar al cubículo. Así descubrí que también existe “la hipocresía arquitectónica”, con sitios con muchas rampas imposibles de subir, y que requieren de un esfuerzo titánico para girar una esquina o para evitar salir proyectado contra el pavimento debido a lo empinadas que son. Esto es un atentado diario contra la dignidad del ser humano.
Es reprochable que la falta de elevadores o de rampas le niegue a un sector de la población acudir a universidades, sitios de esparcimiento o el uso del transporte público. Las personas con limitaciones físicas o que viven con discapacidad son seres humanos tan dignos como cualquier otro. En esta lucha por la igualdad, no deben ser solo ellos quienes alcen la voz, a ese grito deberíamos sumarnos todos. Porque callar ante la injusticia, nos hace partícipes de ella.
A las personas con discapacidad les digo que durante dos meses tuve el honor de ponerme en sus ruedas, por eso, me tomo el atrevimiento de pedirles disculpas por mi silencio, mi indolencia, mi ignorancia y por mi ceguera. No hay peor ciego que el que no quiere ver. Agradezco esa experiencia por haberme curado la ceguera.
http://impresa.prensa.com/opinion/Poniendome-ruedas-Karla-Rodriguez_0_4308319199.html
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