Populismo y Podemos

Publicado el 27 octubre 2014 por Jcromero

El término no es nuevo pero, por alguna razón, se resiste a ser incluido en el Diccionario de la lengua española. La aparición de Podemos ha hecho muy popular un vocablo que ahora florece en la boca de fingidos defensores de las esencias democráticas. Lo utilizan especialmente para arremeter contra una opción que amenaza con provocar un profundo cambio en la respuesta electoral de una ciudadanía atenazada entre la crisis y la corrupción.

Se trata de un término que se usa para definir realidades muy diferentes y para referirse a situaciones contrarias a las definidas en los diccionarios que sí lo reconocen. Pero, ¿qué es el populismo? Para conocer el significado de una palabra, su origen y acepciones, se suele recurrir a los diccionarios. El María Moliner no lo recoge. Tampoco lo hace el Diccionario académico aunque sí el Diccionario del Estudiante de la misma RAE, editado en 2005, que lo define como la «tendencia a defender los intereses del pueblo o la clase social más baja». El Diccionario del Español Actual de Manuel Seco lo registra en los siguientes términos: «Tendencia a prestar especial atención al pueblo y a cuanto se refiera a él». Personajes como la trapacista Esperanza Aguirre o, un cada vez más desfigurado, Felipe González, que no son diccionarios, pero van por el mundo dando lecciones de arrogancia y suficiencia, lo usan para el desprecio y la descalificación de Podemos.

Por lo que se puede leer en los diccionarios que incluyen este vocablo, cabría preguntarse por el matiz despectivo que muchos enfatizan y todos captamos. ¿Por qué una palabra que alude a la defensa de los intereses del pueblo suena a insulto? ¿No debiera ser un término elogioso? Diccionarios y semántica aparte, si por populismo se entiende decir al pueblo lo que quiere escuchar aunque sin intención de cumplir lo dicho, ¿por qué no llamarlo demagogia o engaño?

Daniel Innerarity, que es alguien a quien leo con interés, escribía recientemente: «Los gobernantes se enfrentan con frecuencia al dilema de hacer lo que los ciudadanos esperan de sus gobiernos o lo que están obligados a hacer». Ese no debiera ser el dilema en un sistema democrático decente. Cuando el ciudadano espera una conducta determinada de sus «representantes» es porque previamente se ha abonado esa esperanza. Si no se mintiese, si no se usara la demagogia ni el engaño como recolector de votos, los ciudadanos no esperarían imposibles, no se sentirían defraudados. La cuestión es no engañar, pero ¿se pueden ganar unas elecciones recordando la realidad y las medidas que deben adoptarse para revertir una situación tan injusta y detestable como la actual? ¿Se pueden ganar elecciones enfrentado a los ciudadanos con la realidad y advirtiéndoles de los contratiempos a los que, una vez más, tendrán que hacer frente? La respuestas no están en los partidos políticos ni en los medios de comunicación. La respuesta está en el propio electorado.

No parece inteligente continuar apoyando opciones que no antepondrán los intereses de los ciudadanos a los de las élites, como no es aceptable que entre el engaño y la persuasión, quienes aspiran a convertirse en representantes, opten por el fraude. Tampoco es comprensible la desidia ciudadana ante tanto miserable. La palabra populismo se ha investido de un matiz peyorativo que probablemente no tenía en su origen. Cuando la vuelva a escuchar, en boca o escritos de esos ilustres demagogos, más que preguntar por su significado será cosa de prestar atención a quién la usa, a sus intenciones e intereses.

Es lunes, escucho Ezra Weiss Sextet.

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