Los partidos tradicionales del denostado bipartidismo, que propugnaban un modelo de sociedad conservadora o progresista, de acuerdo a la ideología de sus postulados (liberales o socialdemócratas, principalmente), son vistos ahora por los ciudadanos como obsoletos instrumentos incapaces de responder a las necesidades del presente y, por ende, ineficaces para afrontar los problemas que preocupan a la mayor parte de la sociedad, como son esa globalización que externaliza el trabajo hacia países de mano de obra barata y esos inmigrantes que suponen un peligro para nuestra forma de vida y que, encima, arrebatan los pocos empleos a los que recurrir cuando no hay otra cosa. Por lo que parece, a la gente ya no le interesa ni la ideología ni valores con los que aspirar atransformar la realidad, sino soluciones drásticas a problemas concretos, justamente lo que los populismos y los grupos de extrema derecha ofrecen desde la transversalidad de sus recetarios, ofertas que superan la caduca división entre izquierdas y derechas para establecerla entre ellos y nosotros, los de arriba y los de abajo, las élites y el pueblo. Todo mucho más comprensible y fácil.
Tan graves como las injusticias, las desigualdades, la pobreza, la precariedad laboral y salarial, los inmigrantes y refugiados, las dificultades económicas y las tensiones territoriales, son los populismos, los demagogos, los charlatanes y los radicales de izquierda o derecha que proliferan junto a los problemas y los utilizan para inocular ideas racistas y ultranacionalistas en sociedades que antes eran tolerantes, pacíficas y solidarias. Agitando los fantasmas del miedo existencial ante el terrorismo, el miedo identitario o racial ante la inmigración y el miedo económico o laboral ante la globalización y las crisis, los populismos y otros demagogos nos incitan al racismo, la xenofobia, al supremacismo nacional, al egoísmo y la intolerancia como armas de defensa de nosotros frente a ellos, del pueblo frente a la casta, los de abajo frente a los de arriba. Y lo peor es que lo están consiguiendo, nos están convenciendo de que pongamos puertas al campo y vallas al mar que nos blinden del mundo y nos aíslen de sus peligros, como si viviéramos solos y no dependiéramos de todos. Nos hacen creer que el mal anida siempre en los otros, en los demás. Nunca en nosotros. Por eso el mensaje de los populistas y otros demagogos es tan del agrado de nuestros oídos, tan eficaz para emocionarnos, pero tan cuestionado por la razón y la verdad.