Ya disfruté sobremanera hace unas semanas, cuando asistí a la representación de "Al final del arco iris", una obra teatral para la que escribí una sucinta entrada en este blog. Posteriormente, he tenido la inmensa suerte de que una buena amiga, incondicional de Miguel Ángel Solá, me sugiriera visitar el teatro Amaya para disfrutar de la actuación del actor argentino en "Por el placer de volver a verla", pieza teatral escrita por el canadiense Michel Tremblay hace más de una década. Al final, ambos, ella y yo, acabamos la función maravillados, no sólo por el carisma y el buen hacer de Solá, sino también por una magnífica Blanca Oteyza y, en definitiva, por lo que resultó ser una obra de teatro extraordinaria.
Si el tema principal de la obra prometía que íbamos a vivir una representación interesante, su comienzo vino a anunciar una sorpresa aún más agradable. "Por el placer de volver a verla" muestra la relación de un hijo con su madre a través del recuerdo, pero ya desde las primeras frases se intuye un tema complementario. La obra gira en torno a pequeños momentos compartidos por madre e hijo, pero el sustrato de esos momentos conforma un bello canto a la capacidad de elaborar historias, a la imaginación como fomento del crecimiento y educación de los hijos y, en definitiva, a la ficción y al propio mundo del teatro.
La memoria siempre miente, dulcifica la realidad vivida y nos muestra una visión falsa pero tal vez necesaria de nuestro pasado. Por ello, quizás, el público no llegará a conocer nunca a la verdadera Nana, oculta aquí tras la mirada embellecedora de su hijo. Pero qué importa. La imagen de la madre que presenta el autor es, a pesar de sus peculiaridades, gratamente identificable. Su preocupación, sus prontos, sus exagerados argumentos le llegan al espectador de la función como un sentimiento querido, en algunos casos por puro reconocimiento familiar. Ese contacto tan íntimo es, seguramente, una de las causas de la enorme emoción que provocan tanto los momentos cómicos como los dramáticos, pues de ambos hay.
Nana es una fabuladora, y como tal, cría a su hijo en el gusto por la creación de ficciones. Ese argumento da pie a la bipolaridad de la función, que navega entre la relación familiar y la devoción por el teatro, que se ofrece al final como desembocadura de ambos. Solá abre la función como quien improvisa, mencionando a Chéjov, a Bretch y a Lorca, anunciando ya desde el principio que si bien su idea es la de recuperar el recuerdo de su madre, el medio para hacerlo, el teatro, acabará imponiendo su mensaje. Si en el primer acto Nana y su hijo provocan la risa a carcajadas merced a sus ingeniosos diálogos, ella defendiendo sus increíbles historias, él respondiéndola con su precoz sensatez, es la literatura en sí la que se apodera de la parte intermedia de la obra. "Ya que los personajes desaparecen para el público una vez bajado el telón, ¿crees que, desde el otro lado, la gente deja de existir para los personajes?", reflexiona la madre, abriendo la puerta de la metaficción.
La conclusión de la obra supone un giro emocional para el espectador de 180 grados. Lo que comenzaron siendo carcajadas se transforman en llantos. Es aconsejable acudir a esta representación con un pañuelo o, al menos, con un paquete de kleenex en el bolsillo, pues las lágrimas afloran a los ojos con facilidad. El fallecimiento de la madre se funde con el trasfondo teatral para mostrar al público la intimidad de la muerte, representada por unos personajes que a estas alturas se han ganado el calificativo de entrañables. "La muerte es una estupidez", le dice Nana a su hijo, y el patio de butacas llora con ellos.
Cerrando el capítulo de las alabanzas, es justo no quedarse sólo en la maravillosa actuación de Oteyza y Solá, o en el excelente texto de Tremblay; también es obligado resaltar la dirección de Manuel González Gil y la apuesta por un espacio minimalista, que centra el protagonismo en los dos únicos personajes de la obra. El cambio de lugar de unos bloques de madera, que unos operarios mueven por el escenario mientras Solá simula improvisar su monólogo, van dando el relevo de un pasaje a otro. Un ciclorama situado al fondo aporta la profundidad necesaria a una puesta en escena cuya sencillez busca no distraer la atención de un público centrado en el carácter certero y directo de la actuación. Todo en la obra suma, nada resta, consiguiendo que el acabado final persiga un solo objetivo: la excelencia.
"Por el placer de volver a verla" es, por todo lo dicho, una obra de teatro absolutamente recomendable.