Y ahora puedo hablar de otro extraordinario regalo de Navidad, tan singular como exquisito. Yo tenía en Alemania un lector, médico culto y amante del arte, que me había escrito algunas veces muy gentil y al que yo envié con frecuencia pequeños impresos privados y separatas. El médico murió hace unos años, pero su viuda mantuvo la amistad conmigo y quiso corresponder en Navidad a mis pequeños obsequios. Me hizo un regalo inesperado y muy original: un grueso libro, bellamente encuadernado, con el título en el lomo impreso en dorado: “Cervantes, Don Quijote”.
Pues bien, yo poseía antaño un Quijote muy hermoso y raro, en cuatro tomos: el de la primera edición en alemán traducido por Ludwig Tieck; no sé dónde fue a parar y no había encontrado un digno sustituto. Así recibí en mis manos, con sorpresa y complacencia, el bello volumen rozado por el embalaje, con forro de seda y lomo de piel color castaño; palpé la bien trabajada encuadernación, leí con ternura el título del lomo, abrí el libro y me llevé el gran chasco, pues resultó que no era traducción alemana, sino una edición española con el texto original. Era un lindo regalo, sí, pero qué iba a hacer yo con aquello, nunca han sido mi fuerte las lenguas modernas, y de español no entiendo una palabra. Pero adjunta al libro había una cartita de la remitente, donde me comunicaba que aquel Cervantes procedía de los bienes de Joachim Ringelnatz, ella lo había descubierto en una librería de viejo y se lo había regalado al marido y ahora tenía que ser mío. Sería una sorpresa y esperaba que también un placer para mí, pues en una de las últimas páginas había un poema inédito de puño y letra del antiguo posesor.
Y también este regalo despertó en mí imágenes aparentemente muertas y recuerdos dormidos. Con el nombre de Ringelnatz revivió en mí una de aquellas tramas de otra época y estratos de mi vida. Abrí aquella página para buscar la hoja conclusiva del tomo; allí estaba efectivamente escrito por la mano del poeta, en pequeña y muy bella caligrafía, el poema con su firma completa junto con algunos datos sólo en parte inteligibles; también había una imagen recortada de una revista y que reproducía uno de los cuadros del Quijote de Daumier: junto al grueso tronco de un roble se apoya durmiendo el caballero armado, a su lado Sancho Panza en ligero sopor infantil; al fondo, en el campo, aparece diminuto y perdido Rocinante. A la vista del cuadro evoqué inmediatamente la primera edición del Quijote que yo había visto. Tenía entonces doce años. Mi padre en la conversación había sacado a relucir la extraña palabra “Don Quijote”, yo le pregunté por el significado y por él me enteré a grandes rasgos de la historia del caballero andante de la Mancha. La historia me encandiló, y a la siguiente Navidad me encontré, junto con una gran hoja de delgada madera de arce para la sierra de marquetería y otras cosas que respondían a mis demandas infantiles, con el Quijote, en edición abreviada para la juventud y provista de dos o tres imágenes en color que pienso fueron ejecutados por el ilustrador sin inspirarse de Daumier. Puede que la reelaboración del texto no fuera del todo malo, al menos a mí se me ofreció la figura del caballero, ya a la primera lectura, en esa maravillosa ambigüedad, entre cómica y conmovedoramente trágica, que a lo largo de siglos se ha hecho familiar a sus lectores tanto ingenuos como refinados. Uno siente como lector infantil algo muy peculiar, algo que acongoja a la par que hace gracia, una mezcla de burla y emoción, incluso con su pizca de mala conciencia, pues mientras contempla al temerario demente luchar con sus molinos de viento y sucumbir a ellos, se avergüenza un poco de la propia risa que sin embargo no puede reprimir.
Pero mucho más fuerte que la pintura de Daumier y que el recuerdo de aquella Navidad infantil fue lo evocado en mí por el nombre de Ringelnatz y por la hoja con su hermosa y extrañamente precisa caligrafía. Era la extravagante figura del humorista y del cantor errante con la que me encontré algunas veces y que yo acogí con simpatía, y detrás de ella la atmósfera de aquel Munich anterior a la guerra donde en mi juventud estuve con frecuencia como colaborador de Simplicissimus y cofundador de März. Entonces no llegué a conocer a Ringelnatz, pero sí su entorno y su clima, un mundo alegre, aparentemente despreocupado, de perpetuo carnaval, que antes de 1914 y antes de Hitler no sólo era hermoso y deleitable, sino a veces maravilloso y fascinante. Más tarde, cuando llegué a conocer personalmente al cabaretista y humorista Ringelnatz, hacía tiempo que aquel hechizo se había roto. Tanto más fácilmente pude percatarme de que aquel humorista sajón en traje de marinero tenía poco en común con el Munich prebélico y feacio. Más bien era él mismo una especie de Quijote, un entusiasta de noble estilo, con corazón de poeta y con un pajarito en su cabeza de caballero, un hombre con ideales de niño, rapsoda humorista que quería hacer reír a un público harto y ávido de divertirse, mas también hacerle tragar píldoras amargas. Yo no llegué a conocerle en su vida normal y en estado de plena lucidez, le conocí sólo en estado de incipiente embriaguez, una embriaguez más triste que alegre, con esa mirada extraviada del acróbata sobre la cuerda de una alta torre, que en atuendo espectacular hace gravemente, por encima de la hechizada muchedumbre, su solitario y peligroso camino.
Resulta, pues, que aquel hombre singular, aquel solitario acróbata y poeta lleno de hermosos sueños y disfrazado de humorista, aquel caballero andante de la triste figura había poseído un Quijote y lo había hecho encuadernar pulcramente, y no un Quijote adaptado para la juventud ni en versión alemana, sino un Quijote español completo. Y había agregado unos versos por su cuenta, versos fluctuantes entre el mundo del poeta y el mundo del Bajazzo, versos semiebrios, pero cuyos caracteres y ordenación sobre la hoja del blanco papel hablaban de la más lúcida conciencia y sentido del orden. Y tras muchos avatares el libro y los versos del colega sepultado desde hacía veinte años arribaban a mi casa y a mi mesa navideña. No era ya el regalo y el alegre embelesamiento de antaño con el Quijote en color abreviado para niños de aquella Navidad; pero no dejaba de ser un pequeño milagro y un pequeño gozo.
El poema que el marino semiebrio escribiera en su libro español rezaba así:
Don Quijote:
te siguen rondando los vientos,
llegan y están ahí.
Furiosos, indolentes o apacibles
soplan cerca de ti.
Si cada nube -la dorada,
la gris, la que fue- vuelve en el espacio
alterada y siempre la misma,
¿no es para celebrarlo?
Un policía no es un ángel.
Pregunta a la nube y al viento
por qué no siempre el conocido
es el amigo bueno.
Hay mucha cara conocida
vagando por el orbe.
Por eso
Cervantes escribió el Quijote.
Hermann Hesse
Pequeñas alegrías, 1956
Foto: Joachim Ringelnatz, 1936