Nunca lo veían de frente. Siempre lo escuchaban con un solo oído. Sentían su calor en la espalda, su aliento dulzón en la nuca.
Eso sí, jamás llegaban a rozarlo siquiera.
Los años pasaban, la familia crecía y se achicaba; todos lo conocían y él conocía a todos. Un día quedó una sola, una mujer añeja. Ya cerca de su último suspiro, se animó a la pregunta que nunca había sido pronunciada.
—¿Quién eres?
Aún ciega, supo que estaba frente a ella.
—¡Por fin alguien lo pregunta! Soy…
Se detuvo. Se inclinó sobre la vieja, la respiración había cesado.
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