Por la sierra de Ayllón: otra literatura

Publicado el 05 abril 2010 por Almargen
Fue en viernes santo, día de procesiones y otros empeños de corte religioso. Mi hijo, E. y yo viajamos, desde el refugio de Gargantilla, lugar de nuestras vacaciones de pascua, hacia una aldea perdida en las estribaciones de la sierra de Ayllón denominada Martín Muñoz de Ayllón.  Un viaje de una hora en el que cruzamos Somosierra, descendimos hasta Riaza, ciudad en la que duermen hermosos recuerdos de una magnífica exposición, año 99, de Alexandra Domínguez, y viajes remobtísimos en un tiempo de descubrimientos de rutas desconocidas y pequeñisimas localidades abandonadas y en ruinas. Después, dejamos atrás ciudad y recuerdos y embocamos la carretera que se dirije a los pueblos rojos y negros de esa sierra que se extiende entre el límite norte de Guadalajara y el sureste de la provincia de Segovia.
Martín Muñoz está constituido por cuatro casas sobre una breve llanura que precede a una suerte de cañón en cuyo fondo discurre un arroyo de aguas limpias (el río Vadillo, creo), venidas de la nieve que, aquella mañana, cubría las montañas al oeste y cuyas laderas aparecían tapizadas por un bosque de rebollos pelados, las ramas formando un informe tejido de tonos grises contra el pardo oscuro, de roca pizarrosa de la montaña. 

Pese a la mañana soleada, hacía un frío intenso que se hacía aún más hiriente cuando soplaba el viento que llegaba del norte. Recordé una antigua lectura de un libro de viajes del narrador, perteneciente a la retaguardia de la generación del 50, Jorge Ferrer-Vidal, titulado Viaje por la sierra de Ayllón y editado hace la friolera de 40 años, en 1970, y vuelto a editar en 1991 por la editorial vallisoletana Ámbito.
Ventana en Martín Muñoz de Ayllón. Foto de José Manuel Rico
Martín Muñoz de Ayllón es un pueblo de casas arruinadas entre las que destacan nuevas viviendas construidas con la piedra del lugar (una mezcla de areniscas doradas y oscura pizarra) y en el que se refugian dos arquitectos (desconozco sus nombres) profesores de la Escuela Superior de la Politécnica madrileña y en el que han dejado su huella creativa. Es un pueblo rodeado de paisajes de una belleza dura: la nieve del Collado Cimero, donde nace el arroyo que se mete en el cañón rodeado de robles, los riscos oscuros, las extensas praderas, pobladas de fresnos, ateridas de frío, las zarzas desecadas por el hielo de noches interminables, la iglesia parroquial, en lo más alto de la aldea, iglesia de San Martín de Tours proyectando su sombra sobre un diminuto corral de muertos aunque de dimensiones más que sobradas para un censo de 14 habitantes (vivos).
Mientras caminaba por las calles, todavía embarradas por la nieve de la semana precedente (y con umbrías todavía blancas) pensaba en la razón última de esta pasión viajera por pequeños pueblos y a la busca de paisajes recónditos, de aldeas perdidas. Recordé un texto de Manuel Vilas, leído hace ocho o nueve años, después de compartir una jornada en algún lugar del Pirineo de Huesca (con él y con María Ángeles Naval), que decía así: "Me gusta viajar por aquel sueño que fue España, por sus pueblos y por sus capitales de provincia. He estado en bares de aldeas, he conducido por muchas carreteras comarcales y he parado en las cunetas a mirar las noches estrelladas". Pensé que no es difícil combinar el mundo digital, los universos que nos ofrece a diario Internet con la pasión por los mundos perdidos, escasamente digitales, que todavían alientan al final de los caminos rurales más extraños y de las carreteras comarcales menos transitadas. Y pensé en mi hijo, aprendiz de viajero en la estela de los viajes de los que, a veces se alimenta mi literatura, y guía en nuestra visita a Martín Muñoz de Ayllón. Lo vi, a lo lejos, caminar hacia el fondo del cañón, fotografíar el arroyo de aguas transparentes, contemplar el paisaje como quien descubre, de pronto, una realidad escondida. Y me dije que es necesario reivindicar el valor de la literatura viajera que se alimenta de territorios como el que estábamos visitando. Al volver a casa, busqué el libro de Ferrer-Vidal y releí el capítulo dedicado a aquella aldea. Disfruté, con la lectura, casi tanto como la primera vez. Su lenguaje, un castellano lleno de colores, olores y resonancias ancestrales, me acompañó a lo largo de un hora, antes de cerrar la jornada y perderme en la bruma del sueño. He aquí parte del relato de su acercamiento al lugar:
"Por el alcorce de Martín Muñoz y, a medida que avanzo hacia su humilde caserío, el terreno vuelve a esmirriarse en rastrojales y sequizos, y el sol, dando de plomo sobre el suelo, sin alboledas ni siquiera brezos, lo engurria todo y hace que hasta los trinos de las aves resultan emaciados y tristes"