Por qué adoro a un escritor mediocre

Por Danielruizgarc
“Cuando pienso en cuántos obstáculos tiene que salvar el novelista, en cuántos escollos debe sortear, no me sorprende que incluso los más grandes autores sean imperfectos; lo que me sorprende es que no sean aún más imperfectos”.
WSM
Se han dicho muchas barbaridades de William Somerset Maugham. Lo pusieron a caer de un burro porque, según la crítica de su tiempo, trabajaba una prosa excesivamente diáfana, donde la metáfora normalmente brillaba por su ausencia. Su gusto por el orientalismo, en el que muchos vislumbraban una estética de souvenir, le granjeó todavía mayores enemigos. Pero lo que sin duda generó en torno a él mayor hostilidad, y sobre todo entre sus colegas del gremio, fue su condición de best-selling author. En los años 30 del pasado siglo no hubo nadie en literatura inglesa que pudiera hacerle sombra.

Pienso que Maugham vivió toda su vida de escritor azotado –que no atenazado- por los complejos. Aquella experiencia con los Literary Ambulante Drivers, el extravagante comando de conductores de ambulancia voluntarios de la Cruz Roja Británica que sirvió en Francia durante la Gran Guerra, y que juntó a talentos de las letras del tamaño de Hemingway o Dos Passos, debió pesarle siempre como una maldición, como una señal de que en aquel comando, igual que en cualquier liga, siempre hubo algunas flamantes estrellas y una serie de segundones, entre los que se encontraba él. Porque, pese a su éxito de ventas, pese a su rutilante vida como adaptador de guiones en Hollywood, pese a su proyección como dramaturgo, la crítica nunca lo trató bien. Representaba una forma de literatura sencilla, sin abalorios estilísticos ni rebuscamiento, con el foco siempre puesto en el drama, en la interacción de los personajes, todo un delito en una época de altos vuelos literarios representada por figuras hoy intocables como Faulkner, Joyce o Woolf. Como mucho, y gracias a monumentos incuestionables como Servidumbre humana o El filo de la navaja, sus dos novelas más célebres, quedó relegado a la condición de suplente y calientabanquillos de Hemingway, con quien guarda cierta similitud estilística.
El tiempo pasa y, para no hacerle un feo al tópico, pone las cosas en su sitio. Y si bien es cierto que los cuentos de Hemingway resisten con robustez el paso del tiempo, hay otras novelas del americano que no han envejecido tan bien. Un lector del siglo XXI encuentra en Maugham muchas cosas que lo distancian de la sombra de su referente. Para empezar, su ironía y fino sentido del humor. También, pese a lo excesos de exotismo de algunas de sus novelas viajeras, su buen gusto, su refinamiento como observador. Su habilidad en la construcción de diálogos, que pocas veces resultan forzados, y que sirven con habilidad a los objetivos de la trama. Su ritmo, gracias a la pericia técnica que se evidencia en manejo de recursos novelísticos como los “puentes” de transición entre capítulos determinantes y gracias a su capacidad para ensartar con el engrase idóneo las disquisiciones teóricas con la acción. Su buen pulso para el dibujo de personajes, hasta cuando tienen cierto cariz burlesco (pienso, por ejemplo, en Ashenden, su agente secreto, que inspiró nada menos que a James Bond). Podría estar enumerando durante muchas horas sin cansarme todas las bondades de la literatura de Maugham, pero creo que todas se reducen en realidad a un gran atributo: su competencia para el arte de novelar, entendiendo por ello su habilidad y conocimiento de todas las técnicas propias de la novela.
En el prólogo de su delicioso libro Diez grandes novelas y sus autores, Maugham (curiosa por cierto la preponderancia de su segundo apellido sobre el primero: en la mayoría de las librerías sus libros no se encuentran por la “S”, sino por la “M”) señala los ingredientes que a su juicio debe contener una buena novela. Imagino la cara que se les debió quedar a los críticos de mediados de los 50 al leer la receta. Porque no puede ser más básica, más elemental: primero, el tema “debe ser de interés perdurable”; “la historia –dice a continuación- debe ser coherente y persuasiva; ha de tener una presentación, un nudo y un desenlace, y éste último debe ser consecuencia natural del planteamiento”. En cuanto al arte de trazar personajes: “Lo ideal es que los personajes sean interesantes en sí mismos”. Sobre los diálogos: “Así como el comportamiento debe dimanar del personaje, lo mismo debe ocurrir con su forma de hablar. (…) El diálogo no debe ser desganado ni dar pie a que el autor manifieste sus opiniones; debe servir para caracterizar a quienes hablan y para contar la historia”. Y el ingrediente que más me conmueve, que él señala en último lugar aunque matiza que se trata de una cualidad esencial: “Una novela debe ser entretenida”.
Visto desde el prisma de un lector actual, algunas de estas directrices resultan algo obsoletas, sobre todo la referida a la estructura de una novela. Estamos hablando, no lo olvidemos, de un análisis planteado en el tiempo en que la novela como artefacto de entretenimiento y formato discursivo todavía conservaba, a pesar de las innovaciones propias de la época, toda su vigencia. Sin embargo, el resto me parecen totalmente plausibles, y pienso que resultan tan actuales como si hubieran sido planteadas hoy. Que las novelas cuenten cosas, que lo hagan con habilidad y que entretengan me parece algo que va por delante de cualquier otro tipo de consideración. Al menos a él le dio un excelente resultado. Y no me refiero sólo a sus obras “mayores”. Uno lee la novela corta o el relato extenso Lluvia y no puede sino sentir un puñetazo. Es un texto tan hermoso, tan sencillo, tan bien contado, que la sensación como lector es la de azoramiento. Imposible, pienso, no sentirse abrumado por su elegancia en contar un hecho tan horripilante y sórdido como el que esconde. Quizá por eso es un cuento que se utiliza habitualmente en talleres para formar a futuros escritores.
Hace no mucho, un editor bastante prestigioso me comentó que él distinguía entre la literatura que le gustaba y la que consideraba buena. Y que él mismo había editado a Somerset Maugham porque le gustaba, aunque objetivamente no lo consideraba un escritor “bueno”. En asuntos de literatura, nunca he sabido dónde está la objetividad. Si a uno le gusta, pienso, no hay nada que pueda hacerle ver que no es bueno, sobre todo cuando abordamos un asunto como la literatura, en la que el gusto está tan resabiado. Quizá lo que pudiera pensar el editor es que muchas veces Maugham parece un escritor excesivamente liso, poco brillante. Es un escritor de los que digo que “mira de frente”. Lo que implica tratar “de tú a tú” al lector. No pronuncia su discurso desde un púlpito, ni exhibe sus habilidades como un artista de circo para dejarnos con la boca abierta y el nudo en el estómago. Busca el contacto horizontal. En esto se parece a Hemingway. Y es lo que hace que uno establezca con el escritor una relación más bien afectiva.
Es difícil no querer a Maugham cuando te ha contado dos o tres historias. Quieres que te siga contando más. Un poco como ocurre con Benedetti, otro autor bastante denostado por buena parte de la crítica, o con Pío Baroja, aunque Baroja escriba infinitamente peor que el inglés. Pero son los escritores que al final hacen lectores. Lectores de verdad, para toda la vida. Porque esta literatura de mirada horizontal es la que soporta la mayor parte de la producción decimonónica y que a la postre ha resultado canónica para el género. Me refiero a las novelas de Austen, a las de las hermanas Brönté, de George Eliot. Son los libros de los que uno no quiere separarse, porque constituyen depósitos de ficción que operan como vidas alternativas de uno mismo: vidas a las que se siente muy cercano, que a uno le gustaría que nunca acabasen; vidas contenidas en libros que uno quisiera portar siempre como animales de compañía.
Lo confieso: como lector, probablemente sea Maugham mi modelo de escritor predilecto. Eso hace que me seduzca en todo momento, al margen de las circunstancias, independientemente del contexto. Hace dos o tres semanas, cuando me daba una vuelta por unos grandes almacenes en el receso del almuerzo laboral, me topé con un nuevo libro de Maugham que aún no había leído. Se trataba de Un extraño en París. Lo primero que pensé al ver el libro es que alguien tendría que colgar de los cojones al responsable del diseño de las cubiertas de la colección de bolsillo de Zeta: no se puede meter más azúcar en una portada. Pero este pensamiento duró poco: enseguida me vi aplastado por el deseo, y no titubeé entre el Menú del Día (costaba 8 euros) o llevarme a casa el libro. Aquel día no comí, pero por la noche me zambullí en el libro como si fuera mi primera lectura adolescente.
Una vez más, no me ha defraudado. Si sabes lo que Maugham puede ofrecerte, es muy difícil ya sentirse decepcionado. Cada lectura de Maugham es como una confidencia, una conversación a media voz, un diálogo repleto de chispa y de entendimiento mutuo. Amo la literatura supuestamente mediocre de Maugham, amo su concepción casi de orfebre de la novela, empatizo totalmente con su concepción nada elevada del escritor, y con su ambición, para muchos limitada, de construir buenos artefactos narrativos de ficción, donde exista una buena combinación entre entretenimiento y reflexión, siempre planteados con gracia, con mano diestra. Y siendo muy consciente, en todo caso, de que la perfección en torno a la novela es sólo un ideal, una pretensión vana, inalcanzable. Porque todos, empezando por los escritores, somos personas, y por tanto entidades bastante imperfectas. Y la mayoría -hablo por mí-, algo insufribles.