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Se han dicho muchas barbaridades de William Somerset Maugham. Lo pusieron a caer de un burro porque, según la crítica de su tiempo, trabajaba una prosa excesivamente diáfana, donde la metáfora normalmente brillaba por su ausencia. Su gusto por el orientalismo, en el que muchos vislumbraban una estética de souvenir, le granjeó todavía mayores enemigos. Pero lo que sin duda generó en torno a él mayor hostilidad, y sobre todo entre sus colegas del gremio, fue su condición de best-selling author. En los años 30 del pasado siglo no hubo nadie en literatura inglesa que pudiera hacerle sombra.
Visto desde el prisma de un lector actual, algunas de estas directrices resultan algo obsoletas, sobre todo la referida a la estructura de una novela. Estamos hablando, no lo olvidemos, de un análisis planteado en el tiempo en que la novela como artefacto de entretenimiento y formato discursivo todavía conservaba, a pesar de las innovaciones propias de la época, toda su vigencia. Sin embargo, el resto me parecen totalmente plausibles, y pienso que resultan tan actuales como si hubieran sido planteadas hoy. Que las novelas cuenten cosas, que lo hagan con habilidad y que entretengan me parece algo que va por delante de cualquier otro tipo de consideración. Al menos a él le dio un excelente resultado. Y no me refiero sólo a sus obras “mayores”. Uno lee la novela corta o el relato extenso Lluvia y no puede sino sentir un puñetazo. Es un texto tan hermoso, tan sencillo, tan bien contado, que la sensación como lector es la de azoramiento. Imposible, pienso, no sentirse abrumado por su elegancia en contar un hecho tan horripilante y sórdido como el que esconde. Quizá por eso es un cuento que se utiliza habitualmente en talleres para formar a futuros escritores.
Hace no mucho, un editor bastante prestigioso me comentó que él distinguía entre la literatura que le gustaba y la que consideraba buena. Y que él mismo había editado a Somerset Maugham porque le gustaba, aunque objetivamente no lo consideraba un escritor “bueno”. En asuntos de literatura, nunca he sabido dónde está la objetividad. Si a uno le gusta, pienso, no hay nada que pueda hacerle ver que no es bueno, sobre todo cuando abordamos un asunto como la literatura, en la que el gusto está tan resabiado. Quizá lo que pudiera pensar el editor es que muchas veces Maugham parece un escritor excesivamente liso, poco brillante. Es un escritor de los que digo que “mira de frente”. Lo que implica tratar “de tú a tú” al lector. No pronuncia su discurso desde un púlpito, ni exhibe sus habilidades como un artista de circo para dejarnos con la boca abierta y el nudo en el estómago. Busca el contacto horizontal. En esto se parece a Hemingway. Y es lo que hace que uno establezca con el escritor una relación más bien afectiva.
Es difícil no querer a Maugham cuando te ha contado dos o tres historias. Quieres que te siga contando más. Un poco como ocurre con Benedetti, otro autor bastante denostado por buena parte de la crítica, o con Pío Baroja, aunque Baroja escriba infinitamente peor que el inglés. Pero son los escritores que al final hacen lectores. Lectores de verdad, para toda la vida. Porque esta literatura de mirada horizontal es la que soporta la mayor parte de la producción decimonónica y que a la postre ha resultado canónica para el género. Me refiero a las novelas de Austen, a las de las hermanas Brönté, de George Eliot. Son los libros de los que uno no quiere separarse, porque constituyen depósitos de ficción que operan como vidas alternativas de uno mismo: vidas a las que se siente muy cercano, que a uno le gustaría que nunca acabasen; vidas contenidas en libros que uno quisiera portar siempre como animales de compañía.
Una vez más, no me ha defraudado. Si sabes lo que Maugham puede ofrecerte, es muy difícil ya sentirse decepcionado. Cada lectura de Maugham es como una confidencia, una conversación a media voz, un diálogo repleto de chispa y de entendimiento mutuo. Amo la literatura supuestamente mediocre de Maugham, amo su concepción casi de orfebre de la novela, empatizo totalmente con su concepción nada elevada del escritor, y con su ambición, para muchos limitada, de construir buenos artefactos narrativos de ficción, donde exista una buena combinación entre entretenimiento y reflexión, siempre planteados con gracia, con mano diestra. Y siendo muy consciente, en todo caso, de que la perfección en torno a la novela es sólo un ideal, una pretensión vana, inalcanzable. Porque todos, empezando por los escritores, somos personas, y por tanto entidades bastante imperfectas. Y la mayoría -hablo por mí-, algo insufribles.