A estas alturas del siglo XXI, todavía es frecuente tener que explicar, a los hombres pero también a las mujeres, que ser feminista no significa querer una civilización que someta a los varones así como el patriarcado somete a las mujeres. Ser feminista es luchar contra este sistema opresor en favor de otra sociedad que equilibre energías masculinas y femeninas y vaya hacia la armonía de sexos y géneros, liberándonos, todos y todas, de las ataduras patriarcales. Porque, como me recuerdan de cuando en cuando algunos hombres buenos que hay en mi vida, el patriarcado también los oprime a ellos. Aunque, como es evidente que las estructuras patriarcales oprimen más a las mujeres, es lógico que nosotras nos hayamos colocado -y ya era hora- a la vanguardia de esta lucha, que no es contra los hombres -insistiré una y mil veces-, sino contra un sistema de opresión que durante siglos ha controlado a los seres humanos para afianzar el poder de unos pocos.
Como le gusta recordar a la economista Natalia Quiroga, sin patriarcado no hay capitalismo; entre otras cosas, porque la acumulación de capital sobre la que se asienta el sistema no sólo se logró gracias al despojo de pueblos enteros -los desplazamientos de campesinos en la Europa en transición hacia la sociedad industrial y, por supuesto, los pueblos de América Latina y África que fueron saqueados y exterminados para beneficio del sistema en ciernes-, sino también de las mujeres, que fueron recluidas a un trabajo, el doméstico y del cuidado, que nunca se les retribuyó económicamente. A los que todo esto les suene a cuento chino, les sugiero que antes de denostar la idea, lean un poco. A Quiroga, por ejemplo.
Sorprendentemente, también a menudo me veo incitada a argumentar que nuestras sociedades -las de todas las naciones que conozco- siguen siendo profundamente machistas, a pesar de que nos dejen trabajar, ir a la universidad, votar o abrir una cuenta bancaria sin permiso de un varón a cargo, como sucede todavía en muchos países. Cuando se presenta este debate, suelo hablar de cómo las mujeres deben escoger entre su vida profesional y la familiar, mientras que para los hombres es mucho más sencillo compaginar ambas; cuestiono costumbres como el piropo callejero o la insistencia en vender sea-lo-que-sea sacando tetas y culos en televisión y prensa (imprescindible ver este documental sobre El cuerpo de las mujeres) e, inevitablemente, recuerdo que son muchas, cientos, miles las mujeres que todos los años mueren a manos de sus parejas y ex parejas, por no hablar de las violaciones, las ablaciones de clítoris, las muertes por apedreamiento a las adúlteras y el implacable mantenimiento del estigma que nos condena a ser santas o putas, sin mucha libertad de movimiento entre ambos clichés.
Sin embargo, nunca me había topado con una descripción tan acertada de esos micromachismos de cada día que nos atenazan como este artículo que aquí os comparto: “Cómo se siente una mujer”, de la brasileña Claudia Regina. El texto se publicó originalmente en una revista para hombres, y a ellos interpela, para concluir preguntándoles: Cuando se te acerca alguien sospechoso en la calle, ¿piensas ’por favor, que no me robe el celular’ o ’por favor, que no me viole’? Esa amenaza implícita de una violencia siempre latente es una de esas formas de opresión que vivimos las mujeres cada día. Pero hay formas más sutiles, más allá de la bofetada. Como la omisión en la historia -ni siquiera para hablar de episodios tan fundamentales en Europa como la caza de brujas, con la que en buena parte de Europa se quitaron de encima, quemándolas en la hoguera, a las mujeres rebeldes-. Y sí, también omisiones en el lenguaje: no voy a entrar en el debate sobre qué tan importante es la lengua, sobre si decir “todos y todas” es muy pesado o “tod@s”, una aberración ortográfica. Puede que lo sea, pero no esperéis que me sienta incluida cuando utilizáis “el Hombre” con pretensión de universalidad…
Claudia nos cuenta, por ejemplo, que la violaron a los ocho años, a ella como a dos tercios de las mujeres que conoce, aunque no lo cuenten tan abiertamente. También muchas, muchísimas, sufrieron trastornos alimentarios como la anorexia o la bulimia para ajustarse a los parámetros imposibles que nos marcan las revistas y los escaparates -leo por ahí que Beyoncé se enojó con una firma por retocar su figura en una publicidad: si esa diosa de ébano tampoco se ajusta a los parámetros de la moda, qué será de nosotras, pobres mortales-. Una amiga terapeuta me comentó que el 90% de las mujeres que pasan por su consulta han sufrido o bien de anorexia, o bien de abusos sexuales. No creo que exagere ni un ápice. Y me atrevería a decir que casi todas hemos sufrido algún tipo de maltrato físico o psicológico por parte de algún novio o ex pareja. Por no decir que absolutamente a TODAS nos han llamado putas alguna vez, o muchas, en ocasiones de forma más sutil, pero no por ello menos hiriente… porque en el fondo, en el patriarcado, se trata siempre de aniquilar nuestra autoestima y de someter el cuerpo de las mujeres a un control absoluto. Así que, al menos, bancadme el cabreo y el discursito feminista cuando alguien me pregunte por qué nos quejamos, si total, ya somos iguales ante la ley y hasta algunos piensan que tenemos derecho al placer sexual sin ir necesariamente directas al infierno. En fin.
Por Nazaret Castro
Fuente: El Ciudadano