Si oficialmente y de forma explícita Toledo no había sido proclamada como capital de España desde que los visigodos –quienes le dieron el tratamiento de "civitas regia" (título que ya aparece en los documentos del III Concilio de Toledo, debido a que era la cabeza de la nación y lugar donde se coronaban los monarcas)– la perdieran ante los musulmanes y los cristianos volvieran a recuperarla en 1085, de hecho, esta vieja ciudad era tenida como cabeza de Castilla al ser escogida por Alfonso VI como centro neurálgico de su reino y base de su expansión hacia tierras islámicas y de control de sus dominios castellanos; es decir, como Corte de su "imperio".
La Corte itinerante de los reyes medievales no varió al alcanzar el trono los monarcas que darían principio a la época que en historiografía se denomina Edad Moderna. El centro de la monarquía de Isabel y Fernando se hallaba en sus personas, no en una capital fija. Acudían a donde su presencia resultaba necesaria o hiciera falta para imponer su autoridad y consolidar su poder.
Con Carlos I sucederá lo mismo. Fue un príncipe tan viajero o más que sus abuelos. Además, sus dominios eran muy superiores en superficie a los de los RR.CC. y sus ambiciones y necesidades, por lo tanto, mayores. Creía, al igual que aquellos, que debía resolver personalmente, in situ, los problemas que se suscitasen.
A ello hay que añadir su ardor guerrero. Era un hombre de acción y su deseo era estar donde su presencia fuese necesaria para no dejar la resolución de las cuestiones de gobierno (defensa del Imperio y de la religión católica) en manos de subordinados. Por ello era conocido por todos sus vasallos europeos: castellanos, aragoneses, valencianos, catalanes, sicilianos, napolitanos, sardos, milaneses, borgoñones, flamencos y holandeses; pero no fijó su residencia, en principio, en ninguna de sus ciudades.
Sin embargo, cuando su ímpetu y su mente se sosegaron y se percató de que Castilla era el reino de donde, a pesar de haber padecido en ella la primera revolución contra su autoridad, obtendría el impulso principal de los recursos que necesitaba (hombres y dinero) para realizar la misión que se había impuesto, fue aquí donde se detuvo más tiempo y donde centralizó su administración. De las ciudades castellanas dos son las que destacan como sedes más duraderas en las estancias del emperador: Valladolid (centro administrativo) y Toledo.
Será el emperador Carlos el que concederá a Toledo su propio escudo, el escudo imperial del águila bicéfala que quedó plasmado de forma monumental en el cuerpo septentrional de la puerta más emblemática de la ciudad, la puerta de Bisagra, que se construyó precisamente en el siglo XVI (1545-1575) en honor del Emperador, para dar esplendor a la entrada de la ciudad y a su vez concebida como un arco de triunfo en homenaje del victorioso príncipe
Quizás esto nos puede dar una idea, un resquicio mental, para pensar que la decisión que más tarde tomará su hijo Felipe II era algo ya tenido en cuenta dentro de la familia real con anterioridad, si bien sería a partir de 1545 cuando las obras del alcázar toledano tomaron un gran impulso bajo la dirección del príncipe Felipe.
Fuente: http://www.ateneodetoledo.org/wp-content/uploads/2013/01/Felipe-II-y-Toledo.pdf