Más bien, más que de una precariedad epistémica, de lo que adolecemos es de una precariedad moral. Habituamos a referirnos al conocimiento como una actividad intelectual humanizadora, o un medio de adquisición de nuevas capacidades y competencias, como si la libertad y la voluntad se ampliaran conforme aquel se acrecienta. Pero me da que el conocimiento tiene, en su raíz, un componente liberador, salvífico, incluso emancipador. Me da que lo que mueve al conocimiento no es una falta de él, o una consciencia de una ignorancia, sino una pesada carga que necesitamos aliviar. Lo vemos muy bien en Vértigo de Hitchcock, en la liberación progresiva de la dolencia del vértigo del engañado Scottie. Lo vemos también en el viaje de Roy McBride (Brad Pitt) por Ad Astra, cuyo término también supone el fin de la atadura umbilical. Todas ellas reproducciones y versiones del relato que nos cuenta el Génesis sobre los primeros hombres, quienes sólo después de cargar con el peso de haber arrastrado al dolor y a la muerte a sus semejantes buscan el conocimiento: ¿Por qué tuvo que prohibir Dios? ¿Por qué tuvimos que sucumbir a la tentación? ¿Por qué fuimos los elegidos?
Indudablemente, el conocimiento lleva, en su raíz, la necesidad de liberación. Y es por ella por lo que nace la filosofía.