En las últimas semanas, desde que Cataluña se ha convertido en portada de los mayores diarios internacionales, una pregunta es recurrente tanto en España como en otras latitudes: ¿cómo podemos explicar el crecimiento del independentismo en Cataluña? Efectivamente, hace una década tan solo el 17% de los catalanes se definía independentista. A partir de finales de 2012, según distintos sondeos de opinión, los que abogan por un Estado propio superan el 40%, y en algunos momentos se acercan al 50%. Confirmarían estos datos, aunque con matices, también los resultados del “proceso participativo” del 9N de 2014, de las elecciones “plebiscitarias” del 27S de 2015 y del referéndum unilateral de autodeterminación del pasado 1 de octubre. ¿Cuáles han sido las razones de este rápido aumento?
Antes de todo, es menester tener en cuenta que durante todo el siglo XX el independentismo fue una corriente absolutamente minoritaria y marginal en Cataluña. El catalanismo, movimiento cultural y político que vio la luz a finales del siglo XIX y que se asentó en la primera década del siglo XX, nunca defendió la separación de Cataluña del resto de España. Al contrario, el proyecto era el de reformar y modernizar España, de hacerla grande otra vez a partir del dinamismo de la sociedad catalana.
Para ampliar: El imperialismo catalán. Cambó, Prat de la Riba, D’Ors y la conquista moral de España, Enric Ucelay-Da Cal, 2003
Con los inevitables matices, podemos interpretar con este prisma también las otras etapas de la España democrática del siglo pasado, tanto la republicana como la autonómica. Es sintomático, por ejemplo, volver a leer las aportaciones de los diputados catalanes en la Asamblea Constituyente en 1977 y 1978, cuando nadie defendió la independencia de Cataluña. La etapa autonómica que se abre en 1980, marcada por la hegemonía de Convergència i Unió (CiU), federación liderada por Jordi Pujol, se apoya en la lógica del peix al cove —‘pájaro en mano’—, una política que permite, cuando es necesario, la estabilidad de los Gobiernos en Madrid —con un apoyo externo puntual o durante toda la legislatura, pero sin asumir responsabilidades de gobierno— a cambio de conseguir mayores cuotas de autonomía para Cataluña.
Para ampliar: La cuestión catalana. Cataluña en la transición española, Carme Molinero y Pere Ysàs, 2014
La reforma del Estatuto de Autonomía
Este esquema entra parcialmente en crisis a principios del nuevo milenio. En primer lugar, el Partido Popular (PP), que gobierna con mayoría absoluta a partir del año 2000, da un giro en sus políticas respecto a la legislatura anterior, en la que había gobernado con los votos de CiU tras el pacto del Majestic, promoviendo un nacionalismo español desacomplejado y una interpretación más centralista del Estado de las autonomías. En segundo lugar, CiU, tras 23 años ininterrumpidos de gobierno en Cataluña, pierde las elecciones en 2003 y vive con desdén la travesía en el desierto de la oposición. El Tripartito de centroizquierda, liderado por Pasqual Maragall, empieza un proceso de reforma del Estatuto de Autonomía —que algunos interpretan como un intento de reforma en un sentido federal de España— que concluirá con la aprobación en referéndum del texto —rebajado por las Cortes de Madrid— en junio de 2006.
La campaña contra el Estatuto catalán de un PP en la oposición —en el momento de máximo esplendor de Zapatero— lleva a la sentencia del Tribunal Constitucional (TC) de junio de 2010, en la que se anulan 14 artículos del texto aprobado y la referencia, contenida en el preámbulo, de que Cataluña es una nación. Sería este el momento que marcaría un antes y un después; lo probaría la manifestación del siguiente 10 de julio, organizada por Òmnium Cultural bajo el lema “Som una nació. Nosaltrem decidim” —‘Somos una nación. Nosotros decidimos’—, que congregó en Barcelona alrededor de un millón de personas.
Sin embargo, la sentencia del TC no lo explica todo. Dos ejemplos son sintomáticos: en la Diada —Día de Cataluña— del siguiente 11 de septiembre, la manifestación independentista, que históricamente había sido siempre anecdótica, sigue reuniendo tan solo unas diez mil personas —lo mismo pasa en la de 2011— y en noviembre de 2010 CiU vuelve a ganar las elecciones autonómicas con un programa en el que lo máximo a que se aspira es un pacto fiscal. La sentencia del TC fue percibida como una frustración por una parte no despreciable de la sociedad catalana —no se equivocó el entonces presidente de la Generalitat, José Montilla, que por esas fechas advirtió del riesgo de una “desafección” de Cataluña hacia España—, pero esto no aumentó los apoyos a la independencia, como muestran las encuestas realizadas en ese periodo.
La gestión de la crisis económica
Para entender cómo hemos llegado aquí hay que añadir otro elemento: en mayo de 2010, apenas un mes antes de la sentencia del TC, el Gobierno de Zapatero aplica las primeras medidas de austeridad. La crisis, luego reconvertida en gran recesión, llegaba de golpe también en una España que había vivido, al menos hasta 2007, con unas tasas de crecimiento económico jamás vistas. Lo siguiente es harto conocido: tasas de paro por encima del 25%, cierre de empresas, emigración de los jóvenes con estudios, decenas de miles de desahucios y un largo etcétera en un contexto de crisis mundial y, de modo especial, de la eurozona.
Es en este bienio —2010-2012— en el que debemos hurgar para entender cómo cambia la sociedad catalana y cómo cambian sobre todo sectores importantes de las élites políticas catalanas. Efectivamente, el Gobierno de Artur Mas a finales de 2010 se presenta con un marcado programa business friendly y con la voluntad de aplicar a rajatabla las medidas de austeridad que llegan desde Bruselas y Berlín. Cosa que efectivamente hará al recortar el Estado del bienestar como ningún otro Gobierno europeo se atrevió a hacer en las mismas fechas. Aún en marzo de 2012, Mas, que estaba gobernando en Cataluña gracias a los votos del PP, reprochaba a Rajoy no ser lo suficientemente merkeliano.
Hay un día que, visto a posteriori, resulta clave: el 15 de junio de 2011, cuando el movimiento del 15M, que tuvo un arraigo notable en Barcelona, rodeó la cámara autonómica para bloquear la aprobación de un paquete especialmente consistente de recortes, lo que obligó a Mas y otros consejeros del Gobierno catalán a llegar al Parlamento en helicóptero. Ahí el pinyol de CiU empieza a reflexionar sobre cómo salir del atolladero de una protesta social que habría podido llevarse por delante al Gobierno. A esto se suma la victoria por mayoría absoluta del PP en las elecciones generales de noviembre de 2011, que implica que los votos de CiU ya no son necesarios en Madrid. Tampoco se pueden olvidar otros dos elementos: por un lado, en verano de 2012 la Generalitat pidió adherirse al Fondo de Liquidez Autonómico por la desastrosa situación de sus cuentas; por otro lado, CiU estaba en el centro del huracán debido a distintos casos de presunta corrupción —Palau, Pretoria, ITV…—.
El inicio del procés
El 11 de septiembre de 2012 tiene lugar la gran manifestación de la Diada, organizada por la recién fundada Assemblea Nacional Catalana (ANC) bajo el lema “Catalunya, nou Estat d’Europa” —‘Cataluña, nuevo Estado de Europa’—. Se sigue debatiendo si la manifestación fue organizada solo por la sociedad civil o si fue heterodirecta. Posiblemente, la verdad está en el medio: la protesta social espontánea —que mezcló al pos-15M con un activo movimiento independentista que tuvo un cierto protagonismo con las consultas sobre la independencia de Cataluña organizadas en los municipios catalanes entre 2009 y 2011— se juntó a una atenta labor del Gobierno catalán de canalización. La semana siguiente Mas se reunió en Madrid con Rajoy y, tras la negativa de este a aceptar un pacto fiscal para Cataluña —España acababa de obtener un préstamo de 100.000 millones de euros de la extroika—, regresó a Barcelona y convocó nuevas elecciones con el objetivo de capitalizar la situación y obtener la mayoría absoluta en la cámara catalana.
Con razón se considera la Diada de 2012 como el pistoletazo de salida del que se ha llamado “proceso soberanista” —un proceso “gubernamental”, según Guillem Martínez—. De ahí en adelante, de hecho, la protesta no sería más contra el Gobierno catalán, sino en apoyo de este a favor de un proyecto aparentemente compartido: la independencia de Cataluña. Fue en esa coyuntura —otoño de 2012— cuando se dio el giro soberanista de CiU, partido que siempre había defendido un nacionalismo autonomista, con la explícita inclusión en el programa electoral para los comicios de noviembre de 2012 de la referencia a unas “estructuras de Estado” para Cataluña y los “agravios” que en el lenguaje común se traducen con el sintagma de “expolio fiscal”. Fue también en esas mismas semanas cuando los apoyos a la independencia llegaron al 40%.
Para ampliar: La gran ilusión. Mito y realidad del proceso indepe, Guillem Martínez, 2016
Cabe matizar dos cosas más. Por un lado, a Mas el tiro le salió por la culata: perdió doce escaños y tuvo que gobernar en minoría con los votos de ERC. La competición entre CiU y ERC, dos partidos tradicionales que luchan por la centralidad política en Cataluña, marcará toda la etapa siguiente. Por otro lado, el PP aprovechó la aplicación de las medidas de austeridad para implementar su programa recentralizador. De aquellos polvos, estos lodos.
Una “utopía disponible” para tiempos de crisis
Lo demás es de sobra conocido: aceleración del proceso independentista y falta de diálogo con el Gobierno del PP, “proceso participativo” del 9N de 2014, miedo a los comunes tras la victoria de Barcelona en Comú en mayo de 2015 y creación de la lista de país llamada Junts pel Sí (JxSí), ruptura de CiU y refundación de Convergència Democràtica de Catalunya (CDC) en el Partit Demòcrata Europeu Catalá (PDeCAT) —formación explícitamente independentista—, elecciones “plebiscitarias” del 27S de 2015 —con una victoria de los independentistas en escaños, pero no en votos—, “paso al lado” de Mas y apoyo al Gobierno de Carles Puigdemont por parte de la Candidatura d’Unitat Popular (CUP), convocatoria del referéndum unilateral de autodeterminación —celebrado el pasado 1 de octubre—, “choque de trenes” con el Estado central…
Contestar a la pregunta que se formulaba al principio de este texto es más complejo de lo que muchos quieren admitir, ya que hay múltiples factores que se yuxtaponen. La sentencia del TC sobre el Estatuto de Autonomía y las consecuencias de la crisis económica juegan un papel clave; sobre todo, llevan a una profunda crisis del sistema político español nacido en la Transición, una crisis que es económica y social, pero que en tan solo un par de años se convierte en política, institucional y territorial. El fin del bipartidismo con el ingreso de Podemos y Ciudadanos en el Parlamento y la abdicación de Juan Carlos I son una muestra de esta crisis, de la cual el independentismo catalán representa la faceta territorial.
Pero esto no es suficiente para entender por qué alrededor del 40% de la sociedad catalana apuesta por la independencia. Debemos añadir un último elemento. En el contexto de crisis multinivel existente, en Cataluña la independencia se ha convertido en una “utopía disponible” que ha permitido conformar un movimiento transversal —de la derecha neoliberal a la izquierda anticapitalista— que ha podido ser controlado por las élites políticas locales en el Gobierno. Solo si tenemos en cuenta todos estos elementos podemos empezar a resolver el rompecabezas catalán.
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