Todas las noches lo mismo. Me meto en la cama y en mi cabeza empiezan a bullir un montón de ideas: tengo que escribir sobre esto y aquello, mañana quiero limpiar el baño, ordenar este armario, quiero imprimir una foto nueva del bebito, que la que tenemos en el salón es de hace ya un mes y medio, ¿qué hago para comer pasado mañana?, tengo que llamar a este sitio, de mañana no pasa que llame a mi amiga Lou que hace un siglo que no hablamos...
Me he prometido a mi misma acostarme pronto y desoír todas estas llamadas de mi cerebro. Porque como me levante y me ponga a hacer cosas, me dan las dos, las tres de la mañana, se me junta con un biberón y a la mañana siguiente estoy hecha un guiñapo. La tentación es grande: con toda la casa en silencio y mis angelitos durmiendo, siempre me cunde mucho más.
Curioso lo de la creatividad, porque a la mañana siguiente estoy perezosa, cansada y entre unas cosas y otras no hago nada de lo que me había prometido, al margen de que la mitad de mis proyectos se los lleva Morfeo y horas después ni me acuerdo de ellos.