Es conocido que cualquier régimen se diseña con el objetivo de que subsista el mayor tiempo posible. Por esa razón, se les dota de tantas herramientas y recursos como sea necesario. Sin embargo, en algunas ocasiones, la mejor manera de que el sistema persista es transformándolo. En este sentido, la Historia ha presenciado grandes acontecimientos, como el paso de la antigua República romana a imperio, aunque también asistió a otras reformas no tan profundas. En vista de ello, es comprensible que, el llamado “gatopardismo”, ocupe en este entramado un lugar destacado. Este principio, proveniente de la famosa novela de Giuseppe Tomasi, es el que sostiene que, en ocasiones, hay que cambiarlo todo para que no cambie nada.
El objetivo de todo este proceder es que el poder se mantenga en términos, por lo menos, muy parecidos. De modo que, y de acuerdo con todo lo que se está escuchando acerca de la crisis del bipartidismo, podríamos preguntarnos si dicho bipartidismo pudiera no ser una fortuita consecuencia, sino un medio. O sea, que en realidad se trate de una institución básica para la supervivencia del sistema, en la que sus ocupantes actuales (Partido Popular – Partido Socialista), no dejan de ser, en la práctica, elementos circunstanciales. Así que, si llegado el momento otros partidos alcanzaran esa cima no tendría mayor importancia, siempre y cuando el bipartidismo como tal se mantuviera.
Este planteamiento implicaría asumir como ciertas dos premisas. La primera de ellas sería que el bipartidismo, como institución al margen de sus ocupantes, fuera verdaderamente importante en ese mantenimiento del sistema al que se aludía antes. La comprobación de esta hipótesis exigiría observar el considerable grado de poder que el sistema confiere a los grandes partidos. ¿Qué tipo de poder exactamente? El que permite que estas formaciones sean quienes, en última instancia, coloquen a sus miembros en las listas electorales que luego son ratificadas por los electores. Debido a ello, se guardan una prerrogativa espectacular: poder indicar a sus cargos públicos, diputados entre ellos, qué deben votar en cada sesión. Un privilegio sostenido gracias, entre otras medidas, a las sanciones pecuniarias que debe abonar todo aquel diputado que rompa la disciplina de voto.
Ese hecho conlleva cierto desplazamiento del poder del Parlamento, hacia las cúpulas de los partidos. Una deficiencia que se ve agravada, gracias a las injerencias partidistas presentes en el método de configuración de los órganos supremos del poder judicial. En definitiva, la suma de estas carencias ha dado como resultado un sistema de poder, sobre el cual es posible, salvando las distancias, trazar algunos paralelismos con el régimen español de finales del XIX. Así pues, durante la conocida Restauración, ¿qué consiguieron sus principales valedores Cánovas y Sagasta? Entre otras cosas, eliminar el grado de incertidumbre que debe albergar cualquier democracia, dado que una de las virtudes de la misma es la imposibilidad de conocer con certeza cuál será el resultado de una determinada votación. No obstante, cuando el poder se encuentra poco repartido, recayendo principalmente en dos únicas formaciones, se rebaja esa incertidumbre y se contribuye así a la inalterabilidad del régimen político.
Por tanto, una vez explicado el primer punto, convendría indagar en si el propio sistema promueve las condiciones para que exista un bipartidismo como tal. Para hallar una respuesta habría que estudiar el sistema electoral. Un sistema electoral, el español, que afirma ser proporcional, aunque paradójicamente favorece lo que se denomina “mayorías estables”. La clave radica en cómo se convierten los votos en escaños. Esa tarea recae sobre la regla D´Hondt, un método de reparto que, una vez se han dividido los votos de cada formación política en disputa, por el número de escaños a repartir, asigna éstos a los cocientes más altos. Este tipo de selección acaba dando lugar a una sobrerrepresentación de los partidos con más votos, pero también a una infrarrepresentación de los demás.
De esta manera, a pesar de que Duverger afirmaba que las reglas de reparto mayoritarias favorecían el bipartidismo, y las proporcionales el multipartidismo; se puede concluir que la singularidad anteriormente descrita potencia decididamente unas condiciones favorables al bipartidismo. Por todo ello, se infiere que la existencia del bipartidismo no es algo casual, sino el fruto de una estrategia deliberada que persigue dotar de continuidad al sistema.
Así que, aunque los partidos actuales fueran sustituidos no se produciría ningún cambio de calado. Ello se debería a que un sistema político culturalmente preparado es capaz de asimilar todo lo que toca y de desactivar la faceta transformadora de las organizaciones que se integran en él. En consecuencia, el sistema reaccionaría repartiendo a sus nuevos inquilinos los papeles de partido A y partido B. Y a pesar de que estas formaciones plantearan propuestas distintas a las de sus predecesores, tampoco olvidarían que ya estarían inmersos en un sistema que, una vez dentro, seguramente parezca mejor que desde fuera.
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