¿Por qué lees?

Publicado el 25 abril 2011 por Rbesonias



A bote pronto, no sabría qué decir; a no ser que usted quiera una respuesta condescendiente, para cubrir espacio. Aunque presiento que existen sospechas concluyentes con las que argumentar su solicitud. Quisiera decir que fue el azar, que un día, cuya fecha no recuerdo, quedé fascinado por mi primer libro y desde entonces hasta ahora siento una imperiosa necesidad de leer. Pero mentiría, y hoy -se lo prometo- voy a ser honesto con usted. Ni recuerdo cuál fue el primer libro, relato, poema o cualquier otro texto que pasara por mis ojos, ni tengo constancia de que el solo acto de leer produjera en mí un especial efecto curativo o un placer que aún recuerde.
Desde muy pequeño, fui un mal estudiante, aunque no recuerdo haber sido de esos que arman bronca en clase. Mi disrupción académica se reducía a una silente resistencia pasiva. Simplemente no hacía nada. Los profesores interpretaron mi actitud como un claro signo de estupidez, dejándome por imposible. Por entonces, era natural permitir que los alumnos inaptos -ineptos quizá fuera más fiel a la interpretación de mis instructores- pasaran curso, aún habiendo demostrado con creces no haber superado los mínimos exigibles. Así, floté ligero e imperturbable, curso tras curso, hasta encontrarme expulsado por deméritos propios de la educación formal obligatoria. Durante este periodo escolar, puedo afirmar sin faltar a la verdad que no comprendí ninguna regla gramatical, sintáctica o semántica que se cruzara frente a mí; mi comprensión del esqueleto de nuestra lengua se me antojaba un jeroglífico esotérico. Aún así, mostraba un cierto interés por la lectura, casi siempre relatos de aventuras, historias de misterio y cuentos para no dormir. Los consumía sin reflexión, por el simple placer de zambullirme en las historias que se narraban en ellos. Por mucho que mis profesores intentaron sacar de mis lecturas algún provecho didáctico, casi siempre se encontraban con un resiliente desapego al análisis de texto. Debí parecer, a los ojos de mis educadores, un completo inútil, pese a demostrar una querencia desinteresada hacia la lectura.
Con el paso de los años, mis competencias académicas presentaron una evolución inversamente proporcional a mi interés por la lectura. Mi libro de escolaridad certifica que el alumno Ramón Besonías Román no superó con una mínima solvencia la egebe, debiendo expedírsele el consiguiente certificado de escolaridad a día de equis del año equis, firmado por el director don tal de tal y el inspector técnico de educación don cual de cual. De mi periplo por la egebe me llevé un buen puñado de lecturas y un certificado que acreditaba mi incompetencia como alumno. Quizá por esta razón, hoy me resulte tal inútil y obtusa esa tendencia pedagógica actual a fomentar la lectura en los menores. Mi relación con la lectura fue un amor fácil y entregado, aunque en ningún caso forzado, pasional o romántico; leía como quien pasea, come o se calza la ropa. Era una actividad que me gustaba precisamente por eso, porque no estaba asociada a ningún tipo de obligación o carga lectiva. Podía leer cuando, donde y lo que quisiera. En mi casa había algunos libros, pero no se podría decir que tuviéramos una biblioteca siquiera modesta. Un par de enciclopedias y tres baldas de libros resumían nuestra colección familiar. A mi madre le gustaba leer, sobre todo novelas de intriga y amor, y revistas de papel cuché; a mi padre, con los años, le daría por la no ficción histórica, tan de moda hoy en día. Pero no eran ávidos lectores ni exigían de sus hijos un fervor bibliófilo.
Recuerdo que solía intercambiar comics en un quiosco. Les llevabas uno y ellos te daban otro, más una pequeña compensación por los servicios prestados. Casi a diario regresaba al quiosco a por más material con el que alimentar mi imaginación. Hoy no conservo ninguno de aquellos comics, pero recuerdo bien aquellas entusiastas caminatas hasta el quiosco, en busca de aventuras. Desde muy pequeño hasta hoy, los comics y las películas han sido dos fecundos complementos con los que aderezo mi gusto por la lectura. Leer excita mi imaginación, la pone en ebullición, la estimula, la dota de armamento pesado con el que abordar la realidad cotidiana. Cuando leí el Quijote, creí entender por qué Alonso Quijano sentía esa necesidad ardiente de salir de casa, enfundado en su rol de caballero andante.
Un texto científico ofrece una descripción analítica del mundo, descompone la realidad para comprenderla tal y como es. En la ciencia desaparece de la ecuación el individuo y su subjetividad. Por el contrario, la literatura no demuestra un excesivo respeto por la realidad; más bien, insiste en plegarla a los dictados de la imaginación, al imperio de lo posible. La insatisfacción rige con libertad el reino de la ficción; sin ella estaría cautiva, vacía. Leo para no claudicar ante lo real.
Ramón Besonías Román