Ilustración: Samuel Martínez Ortiz En el caso del hombre, a estas alturas de la evolución, ya no solo estamos hablando de la supervivencia física, sino de la metafísica, la que se refiere a la necesidad de ser alguien significativo, de tener una identidad consistente, capaz de sobreponerse a unas circunstancias que, de otra manera que cuando quien amenazaba era el depredador, siguen suponiendo un peligro, si no de estricta desaparición, sí de irrelevancia o anulación. Y como decía Carl Gustav Jung, “el hombre no puede soportar una vida insignificante”. De esta manera, la impasibilidad, la indiferencia (hacerse el muerto), cuando nos sentimos atacados por alguna circunstancia especialmente hiriente, pueden dejar de ser útiles a partir de cierto momento, esto es, cuando se pasa de decir “esto no me importa” a concluir que “nada me importa”, y esta fórmula se convierte en expresión de una actitud vital general. Asimismo, la disociación, sacar fuerzas de flaqueza, aparentar ser quien no se es, puede distorsionar la percepción de la propia identidad si acaba perdiéndose el contacto entre ambas posibilidades de ser: quien efectivamente se es y quien se quisiera ser. Y el refugio en la masa, que en principio puede suponer un complemento social a nuestra escasa identidad individual, cuando se generaliza y se hace omnipresente, lleva inevitablemente a la anulación de sí mismo como individuo. Pero, como decíamos, el mecanismo de defensa más específicamente humano es la fantasía y, aún más, la imaginación: fantaseamos para escapar de una realidad hostil; y un paso más allá, imaginamos para buscar alternativas a esa realidad. La fantasía, dejada a su propia inercia, degenera en pensamiento utópico, en salidas falsas a las situaciones problemáticas. La función de la imaginación es conducirnos, sin salir de la realidad, hacia ámbitos en los que habrían de quedar superados nuestros problemas, las eventuales amenazas a nuestra integridad, a nuestra identidad. La vía por la que discurre la imaginación, y que virtualmente une la realidad con lo deseado, es la esperanza. Cuando uno está prisionero de una realidad frustrante o amenazadora, cuando no encuentra otra alternativa que la de adaptarse a esa realidad, es que ha desistido de lo que da la imaginación, un camino hacia lo deseado; en suma, se ha desesperado. “Bajo la objetividad (…) alguna esperanza ha quedado aprisionada”, decía María Zambrano. Cuando nos enfrentamos a una situación amenazante, el primero en reaccionar es el cuerpo, a través de lo que podríamos llamar el “lenguaje” de los órganos. El organismo se moviliza, se prepara para responder; por ejemplo, coge aire y lo retiene en actitud inspiratoria para hacer uso de él produciendo energía extra en cuanto se ponga en marcha la respuesta. Pero si la situación equivale a la de una amenaza de la que no es posible escapar, la respuesta para la que se había preparado el organismo no acaba de realizarse, es decir, la actitud inspiratoria se cronifica. Y esa falta de respuesta, esa cronificación de la fase preparatoria puede entonces degenerar, entre otras cosas, como asma. Henry Maudsley (1835-1918), psiquiatra británico famoso por sus investigaciones sobre el autismo, decía: “Si la emoción no se libera afectará a los órganos y perturbará su funcionamiento. La pena que puede expresarse con gemidos o con llanto se olvida con rapidez, mientras que la pena enmudecida, que roe sin cesar el corazón, acaba por desgarrarlo”. Es característica de los asmáticos, precisamente, la dificultad que tienen para exteriorizar su sufrimiento y para llorar. Tanto esa exteriorización como este llanto vienen a suponer, si no aquella respuesta cabal para la que el organismo se había preparado, sí una manera de descargar la tensión que se había acumulado: son formas de espirar, de soltar el aire retenido. Por eso, las crisis asmáticas ceden desde el momento en que el niño se permite romper a llorar. De forma complementaria, podemos entender que el asma significa un grito retenido, una llamada de socorro interrumpida… incluso una necesidad de expresar algo para lo que no se tienen recursos expresivos suficientes. Y es aquí donde podemos añadir a nuestro hilo argumental una nueva remesa de silogismos. Ahora debemos de traer de nuevo a colación a la imaginación, que es la función expresiva encargada de tomar el relevo al lenguaje o protolenguaje de los órganos. Destaquemos, para empezar, el hecho de que la materia prima con la que trabaja la imaginación son los símbolos. A este respecto, escribían Sigmund Freud y Joseph Breuer en sus “Estudios sobre la histeria”: “Hemos hallado, en efecto, y para sorpresa nuestra al principio, que los distintos síntomas histéricos (es decir, síntomas en los que el problema psíquico se expresa en forma de manifestaciones somáticas o corporales)desaparecían inmediata y definitivamente en cuanto se conseguía despertar con toda claridad el recuerdo (el aporte que hace la imaginación) del proceso provocador (la situación traumática original), y con él el afecto concomitante, y describía el paciente con el mayor detalle posible dicho proceso, dando expresión verbal (simbólica) al afecto (…) El proceso psíquico primitivo ha de ser repetido lo más vivamente posible, retrotraído al status nascendi, y ‘expresado’ después. En esta reproducción del proceso primitivo (aparecen) convulsiones, neuralgias, alucinaciones, etc. Nuevamente con toda intensidad, para luego desaparecer de un modo definitivo. Las parálisis y anestesias desparecen también”. Es decir, Freud se planteaba hacer regresar al paciente a la posición que adoptó ante la situación traumática original, con lo cual, para empezar, se había de recuperar con toda viveza la disposición que el organismo preparó para responder a la situación entonces creada. Aquella disposición quedó interrumpida en ese momento inicial, pues no se llegó entonces a la respuesta cabal, al momento de la descarga de aquella actitud preliminar, preparatoria. Una vez recuperado el recuerdo de aquella situación crítica, con toda su fuerza emocional concomitante, de lo que se trataba era de llegar a descargar la respuesta que entonces quedó interrumpida. Y Freud comprobó que no necesariamente esa respuesta había que darla en el mismo plano orgánico en el que se fraguó o quedó predispuesta en primera instancia, sino que era posible la descarga en el nivel del lenguaje simbólico, para empezar, y sobre todo, en el lenguaje hablado, el lenguaje de los conceptos. “La reacción del sujeto al trauma –dicen así Freud y Breuer– solo alcanza un efecto ‘catártico’ cuando es adecuado; por ejemplo, la venganza. Pero el hombre encuentra en la palabra un subrogado del hecho, con cuyo auxilio puede el afecto ser también casi igualmente descargado por reacción (Abreagiert). En otros casos es la palabra misma el reflejo adecuado a título de lamentación o de alivio del peso de un secreto (la confesión). Cuando no llega a producirse tal reacción por medio de actos o palabras, y en los casos más leves, por medio de llanto, el recuerdo del suceso conserva al principio la acentuación afectiva”. De esta manera, Freud fue fijando los principios de su método psicoterapéutico y encontrando la razón de por qué actuaba curativamente: “Anula la eficacia de la representación no descargada por reacción en un principio, dando salida por medio de la expresión verbal, al afecto concomitante, que había quedado estancado, y llevándolo a la corrección asociativa por medio de su atracción a la conciencia normal”. La respuesta, en suma, que el organismo previó para ser emitida ante la situación de peligro o amenaza, y que quedó registrada y bloqueada en diferentes actitudes corporales preparatorias (la “coraza muscular” de Wilhelm Reich), puede encontrar entonces una manera de ser descargada y finalmente concluida en forma de expresión verbal. Con ello se quiere decir que la tensión corporal preparatoria de la respuesta puede también disolverse a través de esa expresión verbal. El caso es que, descontando la directa descarga motora, no solo la expresión verbal sirve como cauce para la respuesta del organismo, en forma sublimada, a la situación traumática original en la que quedó atascado el ayer sujeto amenazado y hoy víctima de sus síntomas neuróticos o psicóticos (o dicho de otra forma: víctima de la insignificancia, de la irrelevancia existencial). Hay otras formas de lenguaje simbólico a través de las cuales esa respuesta puede buscar satisfacción, puede buscar descargarse. Adentrémonos en ellas. En 1979, la crítica literaria francesa consideró que el mejor libro del año había sido la autobiografía que escribió Fritz Zorn, un suizo de treinta y dos años, y que empieza así: “Soy joven, rico y culto. Y soy desgraciado, neurótico y estoy solo (…) Recibí una educación burguesa y he sido sensato toda mi vida. Hay en mi familia taras hereditarias, por lo que llevo sobre mí una pesada carga y me siento abrumado por mi entorno. Y, claro, también tengo cáncer, lo que cae por su propio peso si tenemos en cuenta lo que acabo de decir”. El joven Fritz Zorn murió al día siguiente de entregar sus memorias al editor. Lo que afirmaba estaba en sintonía con una línea de investigación cada vez más mayoritaria en medicina: la que considera que en el cáncer están involucrados, además de otros posibles factores fisiológicos o ambientales, los que tienen un origen psíquico. Cuando en 1948 Wilhelm Reich publicó su “Biopatía del cáncer” sosteniendo estas mismas tesis, generó un escándalo que el tiempo se ha ido encargando de diluir. “Creo –decía, convencido de la intervención de estos factores psíquicos, Fritz Zorn– que el cáncer es una enfermedad del alma que hace que un hombre que devora toda su pena sea a su vez devorado al cabo de algún tiempo por esa misma pena que está en él”. Una infancia neurotizada, una juventud dominada por la soledad, la tristeza y el pesimismo, una existencia hecha de lágrimas contenidas que no llegaban a fluir, un sufrimiento moral ahogado a lo largo de los años, frustraciones afectivas, incapacidad de expresar cólera o agresividad, hiperadaptación, vida sexual inexistente… Zorn sabía, cuando escribió su libro, que su cáncer era la consecuencia de todos esos factores. Diversos investigadores han añadido a todos ellos un factor recurrente más: un shock emocional violento acompañado de desesperanza, que suele preceder entre seis meses y seis años a la aparición del tumor. Carl Simonton (1942-2009), radiólogo americano, fue considerado el más importante profesional en el área de tratamiento de causas psicológicas del cáncer (http://bugui.blogia.com/2008/061304-enfoque-simonton-contra-el-cancer..php ).Trabajó en los hospitales y escuelas de medicina más importante de los EE. UU. y de varios países más, ayudando a crear el mismo tipo de programas de tratamiento del enfermo canceroso que utilizaba en su clínica de Texas. Él mismo tuvo su propia experiencia con el cáncer a los 16 y 33 años, respectivamente, con procesos neoplásicos en piel y nariz. Una vez que se dedicó de lleno al estudio y tratamiento del cáncer, rápidamente llegó a esta conclusión: "Mis pacientes tienen desesperanza", y señaló a esta cuestión como la más crucial a la hora de determinar las causas de la enfermedad. Así resolvió investigar y aplicar un método sencillo, poco ortodoxo y que, en todo caso, tenía escaso predicamento en el establishmentcientífico hasta ese momento: el que residía en el poder de la imaginación y que consistía en ejercicios de visualización. Siguiendo ese método, el paciente imagina, por ejemplo, que sus glóbulos blancos son un ejército de caballeros en encarnizada guerra contra las células cancerosas, sus enemigas. Si sigue un tratamiento de quimioterapia, visualiza los medicamentos como tiburones que penetran en los más recónditos pliegues de su cuerpo, limpiándolo todo a su paso y devorando los tumores a dentellada limpia."Cuando cambiamos nuestras creencias conscientes y actitudes, cambia la química básica en nuestros órganos", decía Simonton, que consideraba que cuando se abre un cauce para el sentimiento de esperanza, el organismo lo convierte en procesos biológicos que restauran las defensas naturales y frenan la producción de células malignas. “La mente se refleja en el cuerpo”, decía, repitiendo una idea que ya antes había sostenido Ortega y Gasset: “El alma esculpe el cuerpo”.
Carl Simonton utilizó por primera vez su método en 1971 con un paciente cuyo cáncer, en fase terminal, se consideraba incurable (cito de Jacques Thomas: “Enfermedades psicosomáticas”, Salvat, 1990). El enfermo repetía tres veces diarias los ejercicios de visualización de cáncer. El tratamiento demostraba ser más y más eficaz cada día. “Los resultados han sido espectaculares –confirmó finalmente Simonton–: el paciente agonizante ha vencido la enfermedad”. El método no es que obrara milagros, pero se demostraba como una eficaz y poderosa ayuda complementaria de los tratamientos de quimioterapia y radiación. La psicóloga Nicole Alby sostenía que, en el cáncer, “el éxito terapéutico, cada vez más frecuente, depende de hecho, en buena medida, de factores psicológicos”. Según Simonton, la Sociedad Americana de Cáncer de Estados Unidos encomendó a un especialista que demostrara "la falsedad" de sus investigaciones. Pero lo que acabó haciendo fue certificar el trabajo realizado. La doctora Jeanne Achterberg, partidaria del método de Simonton, definió el de las visualizaciones como"el modo más antiguo utilizado en la historia de la medicina, tal como lo demuestran los templos curativos de la Grecia antigua y, en la actualidad, los laboratorios de biofeedback" (efectivamente, el biofeedback es un método de visualización en el cual el paciente, colocado frente a una máquina que registra diferentes medidas fisiológicas de su organismo como la tensión arterial, las pulsaciones…, es capaz de cambiar tales registros solo con la fuerza de su mente). Otro resultado a añadir a la eficacia de la intervención de la imaginación en los procesos curativos lo constituye, evidentemente, el efecto placebo. Ya Einstein dejó dicho que “la imaginación es más fuerte que el conocimiento”. Y Carl Gustav Jung hizo uso de manera profusa del método de visualización creativa en sus terapias. Pero el caso es que el uso de la imaginación para conducir nuestras inquietudes y sentimientos de angustia hacia fórmulas de resolución es algo cotidiano que de una u otra forma ha sido siempre usado por el hombre. En tiempos prehistóricos, reunido alrededor del hogar, hacía uso de este recurso cuando se dedicaba a contar mitos, cuentos y leyendas que permitían dramatizar sus miedos, sus desasosiegos o sus deseos insatisfechos para conducirlos, a través de la narración, hacia finales felices o resolutivos. La literatura o el cine no cumplen otra función. En este sentido, es conocido el caso del periodista científico y colaborador de las más importantes revistas médicas americanas Norman Cousins (1915-1990), autor del libro Anatomía de una enfermedad, en donde narra cómo se curó de una enfermedad tan grave como la espondilartritis anquilosante tras ser desahuciado por los médicos, a pesar del arsenal de medicamentos que usaron con él. Cousins acababa de llegar de Rusia, donde había tenido una estancia muy estresante y pletórica de fracasos, y fue entonces cuando se le manifestó la enfermedad. Entonces puso en práctica un método de curación que le haría famoso: se curó gracias a la risa, encerrándose en una habitación con vídeos de Buster Keaton, Charles Chaplin, el gordo y el flaco y otras películas graciosas del mismo estilo. Su médico, el doctor William Hitzig, le hizo pruebas para comparar la velocidad de sedimentación de su sangre antes y después de una sesión de risa, y comprobó estupefacto que aquella se reducía, lo cual era una estupenda señal, porque la velocidad de sedimentación es reflejo de la magnitud de una inflamación o infección existente en el cuerpo. Además, a lo largo del proceso curativo quedó demostrado que ese descenso no era momentáneo sino acumulativo. A raíz de esto, Cousins fue llamado para colaborar en la red de hospitales de California. En otra de sus obras, Principios de autocuración, expuso cómo estos mismos presupuestos terapéuticos que de una u otra manera implican la intervención de la imaginación podían ser aplicados al tratamiento del cáncer.
La defensa que la imaginación supone frente a nuestros desasosiegos y frustraciones es algo perceptible ya desde nuestra más tierna infancia. Cuando toca la hora de irse a dormir, en el niño pequeño asoma una inquietud heredera del miedo atávico a la oscuridad, de donde manan todas las amenazas y angustias que desde siempre nos acompañan, normalmente amortiguadas por las compensaciones que frente a ellas elaboramos en el tiempo de vigilia. Por eso, solemos recurrir a un método con el que ayudamos a nuestros niños a dramatizar sus miedos y a conducirlos hacia una imaginaria resolución, y cuya eficacia está avalada por el uso que de él se ha hecho durante milenios: les contamos un cuento. Gracias a la visualización imaginaria que permite la narración, el niño hace discurrir unos miedos paralelos a los que sufriría Caperucita Roja frente al lobo hacia la solución que supone que ella triunfe y el lobo salga derrotado. Desde luego, si el cuento acabara mal, al apagar la luz, la habitación se parecería a la inquietante boca de un lobo que habría quedado al acecho.