(Para El Dipló) El progreso de la situación social en Argentina es incontestable si se la compara con la que conoció el país en 2001 o en 2002. Numerosos indicadores son inapelables, desde la abrupta disminución del desempleo a las no menos rápidas reducciones de la pobreza y de la indigencia. Para ciertas categorías sociales esas mejoras fueron de la mano de la recuperación de formas institucionales fundamentales que necesitaron de una buena dosis de coraje político. Es el caso de los jubilados. No sólo el pasar de cada pensionado mejoró y mucho, sino que la sociedad tomó de la especulación financiera una masa importante de recursos para transferirla al terreno de la solidaridad.
El gobierno de Cristina Kirchner tiene razón en apoyarse en la labor realizada y tiene claramente de qué enorgullecerse. Sobre todo cuando compara su propia acción con la de los tres gobiernos de los años noventa, los dos del peronista Carlos Menem y el de la alianza UCR-FREPASO del radical Fernando de la Rúa. La fórmula de una “década ganada” que sucedió a la “década perdida” de los noventa es sin dudas acertada. Sobre todo cuando se sabe que lo hecho y lo avanzado es mucho más amplio y abarca muchos más ámbitos que los señalados en el párrafo anterior.
Sin embargo, está claro que ese progreso no alcanza para detener la protesta social y que la situación actual fomenta de manera natural la salida a la calle y la puesta en marcha de medidas de fuerza de parte de numerosos grupos sociales. Tal vez pueda entenderse la protesta si se observa la situación social teniendo en cuenta otros parámetros que obligan a no satisfacerse con la cuesta remontada. Se verá allí no solamente un sinfín de tareas pendientes sino, además, inquietantes razones para el descontento y la protesta.
El tiempo pasa
La temporalidad de las clases populares no es igual a la de otros grupos sociales ni coincide con la de la sociedad en su conjunto. Y de más está decir que difiere ampliamente de los tiempos de gobierno y de la contienda electoral. No se puede ignorar que Argentina lleva más de diez años de un crecimiento ininterrumpido a tasas muy elevadas (de 7 u 8% al año hasta 2008) que estuvieron en el origen de la recuperación económica primero y de una formidable acumulación de riqueza luego. El tiempo transcurrido desde 2002 ha sido un período de reducción de la pobreza, pero también de aumento de la capacidad de consumo para amplios sectores de lo que se denomina clases medias y sobre todo de acumulación de riqueza para muchas familias de gran fortuna que han sabido sacar partido del boom de la soja, de los beneficios de la minería, del crecimiento industrial y comercial o del sector inmobiliario, para no citar sino los sectores de crecimiento más visible.
En ese marco y en contraste con estos grupos, hay una proporción no despreciable de pequeños asalariados, de trabajadores precarios, de habitantes de las periferias urbanas y de numerosos sectores de la función pública que esperan desde hace más de diez años ya sin haber nunca salido verdaderamente de pobres. Pienso en aquellos niños y niñas que tenían digamos 10 años en 2001 y que ya tienen hoy más de 20. Muchos de ellos están criando hijos en una situación similar a aquella en la que ellos nacieron. Así los vi en el asentamiento 17 de Marzo en La Matanza en diciembre pasado. Ese tiempo de espera es un tiempo demasiado largo, sobre todo cuando esas personas y esas familias ven el modo vertiginoso, desorganizado y despilfarrante en que progresó el consumo entre las clases medias aventajadas, esas mismas que consumen en Buenos Aires a precios neoyorquinos.
La temporalidad de los más pobres debe medirse con la vara del consumo de las clases medias que han recuperado los estándares de consumo de esas clases medias globalizadas que no sólo acceden más o menos a lo mismo que las clases medias de las ciudades y de los países más ricos, sino que viajan de a miles al extranjero cada año a corroborar que el mundo les pertenece. Un dato estadístico confirma lo que la observación cotidiana hace evidente: las desigualdades de ingreso no se redujeron en la proporción en la que el país se enriqueció, lo que significa que el dinero sigue siendo apropiado de forma concentrada. Los largos años de espera de unos deben compararse a los vertiginosos ritmos de aumento del consumo de los otros.
Esa temporalidad tiene otras dimensiones adicionales. Primero, hace ya tres años que aquellos muchos que salieron de la indigencia y la pobreza ven su muy relativo progreso social cepillado cada día un poco más por los efectos de la inflación. Este tiempo más corto está signado por el temor y la impaciencia. Sobre todo cuando esas personas ven acercarse al galope un futuro inmediato cargado de nubarrones. Segundo, desde ese punto de vista el presente se parece mucho a la repetición de una historia conocida. Es por ello que la mirada que toma como único punto de partida el pozo del 2001 impide comprender el descontento de los más pobres. Otros grupos sociales también manifiestan descontentos, como las clases medias “ganadoras” cuando defienden su deseo de comprar dólares como modo de ahorro, de especulación o para el turismo. La combinación de disminución del crecimiento económico con aumento de la inflación provoca desde hace unos años un profundo desencuentro entre pobres y clases medias que esperan del gobierno cada uno una política de orientación diferente.
Que lo negro no es lo blanco
La sociedad argentina permanece dramáticamente dividida por una línea que separa sin ningún matiz de grises lo negro de lo blanco. Debe tomarse en cuenta toda la importancia que tiene la problemática del trabajo en negro. Más de un tercio de la población activa (33,5%), más de un argentino cada tres, trabaja en condiciones de ilegalidad; y esta proporción permanece estable, idéntica, inamovible pese a los diez años de crecimiento. De más está decir que el trabajo en negro pesa más sobre los más débiles y que se distribuye de modo desigual en el territorio (en muchos conurbanos de las grandes ciudades del país esa proporción llega al 40%). En ese sector de la economía los salarios son más bajos, la arbitrariedad patronal más alta, las protecciones sindicales más débiles y la cobertura social inexistente. En este tercio de Argentina reina el no-Derecho. Cuando el mercado funciona para todos, hay trabajo y el dinero abunda, las diferencias entre lo negro y lo blanco parecen amortiguarse por una gama de grises. Son los períodos en que la pobreza y el desempleo disminuyen.
Pero ya sabemos que el capitalismo es cíclico y que periódicamente la economía se retrae. El mercado de trabajo en negro funciona como un mercado sin regulaciones ni restricciones. Parece el perfecto reino de la oferta y la demanda. Es sorprendente, sin embargo, que en una sociedad democrática y bajo un gobierno de izquierda se confunda “trabajo” con “empleo”. El hecho de trabajar permite pasar de la inactividad al conchabo y, en un país como Argentina en el que no existe el seguro de desempleo, la diferencia es mayor. Tener trabajo significa pasar de ingreso cero a ganar algo, por poco que sea. Cuando en plena crisis el país sufría de 25 o 30% de desocupación, la reducción del desempleo a menos de 10% constituye un progreso incontestable.
¿Pero a qué ingresaron quienes pudieron volver a trabajar? Ingresaron a un mundo en el que el trabajo significa arbitrariedad, precariedad, ausencia de derechos, sin licencia por maternidad, jubilación ni vacaciones. Se olvida que cuando no está rodeado de protecciones sociales y fuertemente regulado, el trabajo no es fuente de integración social sino todo lo contrario. Para un tercio de los argentinos, el Estado social no existe, y entre tanto el tiempo pasa.
A esta forma mayor de no-Derecho se le suman otras muchas. Ilegalidad de la vivienda e ilegalidad de los papeles, principalmente, acompañadas de todas las formas de consumos “truchos” que ponen a los más débiles en contacto con todo tipo de bienes y servicios de mala calidad, desde medicamentos a bienes culturales pasando por los alimentos. En este mundo de ilegalismos la población necesita de la regulación pública como de la más elemental protección de una sociedad que cuando no la ejerce deja a los individuos a merced de todo tipo de rufianes y de especuladores. Sabemos ya de memoria por tanto tiempo de experiencia acumulada que se vive allí en un universo de irregularidades. Allí uno logra vivir e incluso acceder a ciertas formas de satisfacción eternamente postergadas. Pero no debe confundirse ello con el acceso a derechos por parte del ciudadano.
Este verano los cortes de luz vinieron a recordar una vez más la debilidad de las regulaciones públicas como antes lo hicieron cruelmente presente los accidentes ferroviarios. Pero esos momentos espectaculares en los que sufre una buena parte de la ciudad ocultan el hecho de que la exposición a la incertidumbre y a la irregularidad también está desigualmente repartida. Hay zonas enteras de las periferias urbanas y del territorio nacional en las que reina la arbitrariedad, lo que quiere decir que casi siempre gana el más fuerte. Y esto de modo cotidiano. Los más pobres no sólo sufren de la pobreza, sufren también severamente de la desprotección y de la inseguridad sociales. Colectivos destartalados que pasan de modo intermitente, agua que escasea o se corta junto con la luz, viviendas en estado lamentable, centros de salud saturados o inexistentes… La vida cotidiana está llena de pozos y los ciudadanos de las periferias carecen de un Estado al que apelar.
Los tres gobiernos que se sucedieron desde 2003 dieron algunos pasos importantísimos para remediar este tipo de situaciones, como en el caso de las jubilaciones o en el de la Asignación Universal por Hijo. En otros casos parecen haber intentado algo y perdieron la batalla una y otra vez, como en las tentativas por domesticar a las policías y tratar de que ya no hagan un uso ilegítimo de la fuerza pública. Pero, ¿se piensa lo suficiente en cuánto tiempo hace que siempre los mismos sufren a la policía como una amenaza?
Más y mejor Estado
La década de los noventa parió a los piqueteros como antes la de los ochenta había dado a luz a los asentamientos. La recuperación del mercado interno, el aumento del número de puestos de trabajo y las pujas por la “redistribución” trajeron nuevamente a los sindicatos al frente de la escena. Y la carrera inflacionaria permite anticipar que las huelgas serán repetitivas hasta tanto el desempleo no vuelva a poner de rodillas a los sindicatos. La precariedad y el raquítico Estado social con que Argentina debería proteger a muchos de sus conciudadanos permiten anticipar que se seguirán viendo tomas de tierras, cortes de rutas y acciones de protesta y de fuerza. Estas formas de movilización social basadas en la fuerza –cortar rutas, hacer huelgas, ocupar tierras– seguirán vigentes y legítimas tanto tiempo como las mismas formas de precariedad social sigan sucediendo.
En la base de la protesta no está sólo la redistribución, y se equivoca aquel gobierno que crea que la única salida es la redistribución del ingreso. La mejora en la situación de las clases populares y de más amplias capas de la población no necesita sólo de redistribución. Este gobierno y el que vendrá deberían observar mejor la calidad institucional que ofrecen al conjunto de los ciudadanos, sobre todo a los más débiles. Los espera la tarea de construir más y mejor Estado. Esto es muy claro en el mundo del trabajo donde se confunde trabajo con empleo, contentándonos con que los porcentajes de desocupación bajan. Un verdadero empleo requiere de un Estado social sólido que regule la actividad laboral y que garantice las protecciones sociales. Esto no puede confundirse con la puja salarial, con el “reparto de la torta”.
La legalización del mercado de trabajo es indispensable para que el trabajo sea el camino al derecho social. Es por ello que la reducción del trabajo en negro es la mejor política social. Y es por ello que la disminución del desempleo no se traduce mecánicamente en bienestar. El trabajo es progreso sólo cuando el individuo deja de ser un desempleado para convertirse en un asalariado estable y protegido. Los organismos internacionales y la llamada “tercera vía” inspirada en los ejemplos de Anthony Blair y Gerhard Schröder crearon una inmensa confusión en la materia con su propuesta del “workfare”. Cuando el trabajo no es empleo, el conchabo no es más que vector de explotación.
Un gobierno progresista, un gobierno democrático, un gobierno popular, debe ocuparse también de ofrecerle a la sociedad un Estado tan moderno y ágil como protector. Y esta preocupación no es soluble en la idea de la redistribución. Además de corregir las desigualdades que genera el mercado, debe atenderse a la perspectiva de abrir espacios institucionales estables que escapen a la lógica del capitalismo, que permitan otras formas de sociabilidad y de desarrollo social y personal.
Y el camino de las instituciones no se encuentra en conexión mecánica con la inflación. Todo lo contrario. Hace posible pensar que pueden crearse espacios vitales por fuera de las pujas por el ingreso y formas de igualdad social indispensables a la ciudadanía. Es lo que se llama servicio público, es lo que se llama bien común. En este terreno no es tan seguro que Argentina haya tenido una “década ganada”. Pero seguramente puede avanzarse en ese sentido como un modo de respuesta a la protesta social. ¿Quién no querría soñar con instituciones y formas de protección social que sobrevivan a los gobiernos de turno? ¿Quién no quiere pensar que nuevos soportes institucionales permitirán otras formas de política que incluso, con algo de imaginación, permitan salir del pantano de la corrupción?
* Sociólogo, Instituto de Altos Estudios de América Latina de París, Université Sorbonne Nouvelle – Paris 3. Coautor de Individuación, precariedad, inseguridad. ¿Desinstitucionalización del presente?, Paidós, Buenos Aires, 2013.
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