Se prodiga poco, pero en su imprescindible blog de kendo EL PROFE STATHAM publicó hace tiempo el artículo “¿Qué ha hecho el kendo por mí?” que la mayoría de kenshis que conozco podríamos suscribir casi coma por coma. Si hay algo que los kendokas, que los artistas marciales tenemos en común, es que lo que aprendemos va mucho más lejos de lo que llega el zanshin de un men.
No sé si el kendo me ha hecho mejor persona o hago kendo porque quiero ser mejor persona. En todo caso no es algo que pueda juzgar yo: siempre hay cosas que podría hacer mejor, decir mejor. Sobre todo callarme más y mejor (es curioso que mi anticipación sea mi principal defecto con y sin el shinai en la mano, ¿eh?). Como musulmana tengo claro que Kendo es Jihad: lo que me pone más lejos de mis propias limitaciones y por tanto me acerca un poco más a Dios. Concretando, me hace pensar cada día en mis propios límites físicos y sensoriales y adaptarlos a mi trabajo: no creo en las grandes historias de superación de discapacitados con tres carreras, dos doctorados y varios trofeos. Superarse no es ser el mejor a pesar de: es simplemente ser, lo mejor posible, todo lo que una es.
Y por eso he aprendido a montar en bicicleta. A los 39 años, échale huevos.
Desde que heredé una Otero de cuarta mano en julio llevo ya tres caídas, una de ellas en Segovia, cuesta abajo, tipo proyectil. Todavía conservo todos los dientes. Mi único límite autoimpuesto es que el guantazo no sea lo bastante serio como para lesionarme, de modo que no suelo cogerla en ciudad, ni siquiera en carriles ciclistas. No pedaleo para hacer físico. Pedaleo porque es lo más difícil que haré en mi vida: sufro vértigo desde que nací y mi sentido del equilibrio es muy creativo. Así que mínimo una vez al mes me calzo un casco y me voy por ahí a superar el reto de hacer por lo menos cien metros en línea recta. Casi nada.
Todos peleamos a diario con impedimentos y frustraciones. Estas pueden acabar por ser letales: no puedo seguir porque no soy mu bueno; o no soy tan bueno como antes; o los hay más buenos. Como si los más buenos estuvieran a salvo. Cada vez que me pongo el casco las mato un poquito, y suelto lastre para cuando me pongo el men y tengo que pegarme conmigo misma para superar un rato más entrenando. “Hoy ya has hecho algo”, que diría EL PROFE BAJITO. Algo. Hoy. Ya podemos tatuarnos en la frente Ichi Go Ichi E, que se nos olvida (a mí, al menos) con asombrosa facilidad.
y quien dice un perro…
Mi perro, Brarn, que me ha acompañado en muchas excursiones por el campo, no ha podido ya correr detrás mío con la bicicleta. Con quince añazos, cien en tempo perro, uno tiene que cuidarse. Los últimos dos años he organizado mi agenda para pasar todo el tiempo posible con mis perros, que viven con mis padres. Y eso ha supuesto perder alguna clase de kendo y muchas de iaido. Todos tenemos expectativas y por lo tanto, igual que antes, todos padecemos frustraciones: mis perros, a quienes les importa un pepino que pase de grado o vaya a tal o cual torneo, me han enseñado a vivir un poco más en el momento. De modo que al final, todo lo que hacemos dentro y fuera del dojo es Budo si sabemos hacerlo.
Hace 50 días que murió mi perro, y 25 horas que murió nuestra gata. Toda mi familia colabora con protectoras y he participado en varios rescates: a veces llegas tarde y los animales que salvas sólo tienen tiempo de aprender lo que es un abrazo, una manta o un juguete y poco más. Pero nunca había experimentado tan de cerca la separación de mis mejores amigos.
Brarn, Rufo y Shira ya estaban en mi vida cuando cogí un shinai por primera vez. Uki y San llegaron más tarde (y por eso San, mi tercer gato, se llama San, una vez descartados Koté y Men). Todos han estado cerca los días que me desplomaba en el calentamiento, las noches que llegaba diciendo lodejolodejolodejolodejohoylodejo, y esos días de euforia que crees que van a durar eternamente hasta que vuelves a cagarla. Las últimas semanas he compartido con varios kenshis cierto miedo a no estar a la altura en el inminente ya curso con Eiga sensei. De la noche a la mañana el miedo ha desaparecido: no caben demasiadas emociones cuando te enfrentas al vacío. Lo cual, desde cierto punto de vista, también es una lección de kendo.
Así que no doy por perdidos ni uno solo de los días que he cambiado el dogi por unas zapatillas y he caminado con Brarn por las lindes infinitas de La Mancha.
Si te apuntas a lo de la bicicleta (o tu equivalente para matar demonios) pero no tienes claro lo del bicho, quizá quieras echar una mano a alguna protectora que te pille cerca. Yo tengo el honor de colaborar con La Bienvenida de Ciudad Real y PPP Mallorca que trabaja con pitbulls, los más injustamente tratados quizá de todos los perros. Hay directorios por comunidades autónomas como este.