La dinastía han unificó China en el 206 a.C. 200 años más tarde Augusto unificó el mundo mediterráneo. Ambos imperios conocieron un momento de intensa crisis en su segundo siglo de vida. En el caso de los han, la crisis se debió a la combinación de divisiones dentro de la élite gobernante y rebeliones campesinas ocasionadas por la excesiva fiscalidad y una serie de desastres naturales que asolaron China a comienzos del siglo I d.C. La crisis duró algo más de dos décadas, tras las cuales comenzó el denominado período de los han posteriores. En el caso del imperio romano, la denominada crisis del siglo tercero, comenzó en 235, duró 50 años y casi dio al traste con el imperio mismo. La crisis romana fue mucho más aguda y fue el resultado de varios factores: las invasiones bárbaras agravadas por la amenaza en la frontera oriental del imperio sasánida; la militarización del imperio, que unida a la falta de un orden de sucesión claro, se tradujo en un sinnúmero de guerras civiles entre distintos generales que querían hacerse con el poder; epidemias que asolaron el imperio en aquellos años; decadencia económica, cuando confluyeron un incremento en el gasto en defensa, el final de la expansión con las ocasiones de botín que comportaba y la disrupción del comercio a causa de la inestabilidad crónica y las razzias de los bárbaros. Causa y consecuencia de esa crisis es el cálculo de que entre mediados del siglo I d.C. y finales del siglo II d.C. la población del imperio podría haber disminuido en un 30%.
Ambos imperios sobrevivieron a sus crisis de la media edad y aún persistieron doscientos años más. El imperio han terminó en 220, cuando el emperador Xian abdicó. En la caída del imperio jugaron un papel determinante las rivalidades entre distintas facciones en la corte, que fueron vaciando de contenido el poder del emperador. Este vaciamiento de la realidad del poder imperial se vio ayudado por la sucesión de una serie de emperadores ineptos. Por otra parte, el coste de la defensa del imperio y del mantenimiento de la corte recaía desmesuradamente en el campesinado, viéndose agravado por la corrupción y las exenciones de impuestos a los poderosos. En 184 el malestar campesino estalló en la rebelión de los turbantes amarillos que aceleró la fragmentación del poder. Muchos generales aprovecharon el conflicto para crearse sus propios ejércitos privados y sus bases de poder.
El final del imperio romano fue más dramático que el final del imperio han. Las reformas de Diocleciano a finales del siglo III y la división del imperio en dos mitades para facilitar su defensa le aseguraron un respiro, pero no fueron suficientes como para resolver los problemas estructurales que habían conducido a la crisis del siglo III. De hecho, las causas que llevaron a su caída son prácticamente las mismas que las que ocasionaron la crisis del siglo III: la presión de los bárbaros sobre las fronteras del norte y del imperio sasánida sobre la frontera oriental; la mala situación económica, cuyas causas seguían siendo las mismas que dos siglos antes: disrupción del comercio, fin de los ingresos provenientes de las conquistas exteriores, malas cosechas, excesivo coste de la defensa del imperio; luchas intestinas por el poder; desafección de los ciudadanos al ahondarse la brecha entre ricos y pobres, al osificarse la estructura social y por la influencia del cristianismo que tuvo un efecto corrosivo sobre la mitología que fundamentaba ideológicamente el poder del emperador; un efecto de la desafección ciudadana fue la creciente dificultad para reclutar ciudadanos romanos en el ejército lo que forzó al imperio a depender cada vez más de los germanos para llenar las filas de las legiones; finalmente, es posible que la división del imperio en dos mitades, al tiempo que facilitaba la defensa de la parte oriental más rica y poblada, tuviese como efecto el debilitamiento de la mitad occidental.
A la caída del imperio han, China quedó dividida en tres reinos que reclamaban ser los herederos legítimos de los han: Wei en el norte, Shu en el suroeste y Wu en el centro y el este. En el 280 Wei finalmente reunificó el país como la dinastía Jin. No obstante, China había quedado debilitada y los dirigentes jin le habían cogido gusto a lo de pelearse, así que pronto la nueva dinastía zozobró en medio de conflictos civiles. A comienzos del siglo IV los bárbaros se apoderaron del norte del país y fundaron un reino que fue gradualmente sinizándose. En el 580 los Sui reunificarían el país y a partir de ese momento la unidad sería la constante en la Historia de China, a pesar de episodios más o menos breves de fragmentación.
La Historia del imperio romano no puede ser más distinta. Mientras que la mitad oriental del imperio logró resistir los embates de los bárbaros, la parte occidental fue sucumbiendo lentamente. Algunos de los hitos fueron: 406: aprovechando que el frío había congelado el Rhin, los vándalos, los suebos y los alanos invaden la Galia. Los romanos ya no conseguirían expulsarlos; 410: los visigodos de Alarico saquean Roma, la primera vez que alguien saqueaba la ciudad en casi 800 años. Ese mismo año las últimas tropas romanas abandonaron Britania; 450-53: los hunos devastan partes de la Galia e Italia; 455: es asesinado Valentiniano III, último heredero de la dinastía teodosia. Su muerte se llevó cualquier rastro de prestigio o poder que pudiera tener todavía la dignidad imperial. En los 21 años que le quedaban al imperio, los emperadores serán unos meros figurones al servicio del caudillo bárbaro de turno; 455: los vándalos saquean Roma, aunque ya debía de quedar poco con lo que arramblar; 476: final del imperio romano de occidente.
Al igual que ocurrió con China, la idea de unidad sobrevivió. En el 533, casi sesenta años después del final del imperio romano de occidente, el emperador bizantino Justiniano intentó revivir el imperio. Reconquistó Iliria, la Península italiana, el norte de África (la parte correspondiente al actual Túnez) y el sudeste de España. Destruyó los reinos de los ostrogodos y de los vándalos, pero no consiguió restaurar la unidad de la Romania. Con la Galia ni se atrevió a meterse y los visigodos sobrevivieron a su ataque. Sus sucesores no retomaron sus afanes reconquistadores: la presión por el norte de los eslavos y por el este de los sasánidas les quitaron las ganas.
En la segunda mitad del siglo VIII, Carlomagno creo un gran imperio en Occidente, que abarcó toda la Galia y la mitad norte de Italia, así como la parte nororiental de España. También incluyó grandes partes de la Germania que nunca habían estado bajo el poder de Roma. El imperio carolingio trató de revivir la cultura clásica y se vió imbuido por un ideal de unidad que venía del imperio romano. Carlomagno hubiera soñado con reunificar Occidente y alcanzar un ten con tén con el imperio bizantino. Pero ni tan siquiera él soñaba ya a aquellas alturas con recrear la vieja unidad del mundo mediterráneo.
Y es aquí donde viene la pregunta que me hago: el imperio han y el imperio romano tenían mucho en común. Tras su desaparición, ambos dejaron una huella cultural imborrable y el anhelo de recrear la unidad que habían traído a sus espacios culturales respectivos. ¿Por qué la restauración de esa unidad fue posible en el caso de China y no en el de Roma?
Las razones creo que son muchas. La primera y más obvia es la geografía. El centro del imperio han era una llanura surcada por ríos que, además de contribuir a la irrigación, servían de vías de transporte. Era una geografía poco proclive a la compartimentación.
El caso del imperio romano es diferente. El Mediterráneo, sobre todo en su parte septentrional, tiene algunas penínsulas que parece que estuvieran diciendo “escíndete”: la península ibérica, la itálica y la griega. Hay zonas montañosas como la costa ilírica, los Alpes o los Balcanes que invitan a la balcanización. De hecho, durante la etapa final del imperio romano se constata una tendencia hacia la regionalización. Es posible que, incluso sin invasiones germánicas, el imperio en Occidente hubiera acabado por fragmentarse en todo caso.
Para el imperio romano el control del Mediterráneo era clave. Por el Mediterráneo le llegaban el trigo de Egipto y de Sicilia, los artículos asiáticos de lujo que desde Alejandría o desde la costa Siria y por mar podía exportar los productos agrícolas de Italia en dirección a Britania. Desgraciadamente, cuando un imperio decae, una de las primeras cosas que pierde es el control sobre el mar: mantener una armada es caro y requiere mucha mano de obra especializada, algo que no puede permitirse un imperio en bancarrota.A partir del siglo V, nadie, ni tan siquiera los bizantinos con Justiniano, logró un domino tan absoluto sobre las aguas mediterráneas como el que había conseguido el imperio romano. Y sin dominio del mar, difícil rehacer la unidad perdida.
El espacio cultural han poseía una homogeneidad cultural importante, aunque hubiera diferencias regionales. Era una homogeneidad que se había ido gestando durante siglos. El imperio romano carecía de esa homogeneidad. Siempre hubo una división cultural entre su parte oriental, de cultura griega, y la occidental. La división, además, no era únicamente cultural, sino socioeconómica: la parte oriental estaba más urbanizada y más desarrollada económicamente, habiendo sido la cuna de varios estados previos. En Occidente, en cambio, los romanos se habían impuesto sobre pueblos diversos, que vivían en condiciones proto-estatales: poblados independientes y confederaciones de tribus. La urbanización de Occidente estaba menos desarrollada; más que ciudades, había castros y poblados.
También influyó la naturaleza de sus enemigos. Los han, así como los imperios sucesores, siempre tuvieron que enfrentarse con confederaciones de tribus. Cuando las tribus del norte de China se confederaban, representaban una amenaza importante. Pero su unión suponía que, en caso de invasión, asimilarlos en bloque resultaba más sencillo.
En el caso de los romanos, no existía una amenaza bárbara única. Estaban los anglos, los sajones, los francos, los visigodos, los ostrogodos… Cuando cada una de estas tribus se instaló en el imperio romano, su preocupación fue construirse su propio reino. En estas condiciones, tratar de restaurar la unidad imperial hubiera supuesto ir conquistando los reinos uno a uno. Esto lo intentó Justiniano y no pudo terminarlo.
También hubo un factor ideológico. Las religiones del imperio han, el confucianismo y el taoísmo, a las que luego vino a sumarse el budismo, no son excluyentes. A los chinos se la pelaba bastante que los bárbaros creyeran en los Ocho Inmortales o en el dogma del Santo Reno Inmaculado. Los movimientos para la reunificación del China o para la expulsión de los invasores extranjeros nunca se plantearon en términos ideológicos (confucianos contra paganos, por ejemplo), sino en términos étnico-culturales (han contra no-han).
El cristianismo, en cambio, introdujo un factor de división: o eres de los míos o están en mi contra. Varias de las tribus germánicas que invadieron el imperio se habían convertido a la variante arriana del cristianismo. Esto fue uno de los factores que más contribuyeron a la separación entre los germanos invasores y los invadidos romanos, que eran católicos. En el imperio bizantino los siglos VI y VII estuvieron marcados por las querellas con la herejía monofisita, que era especialmente fuerte en Egipto y Siria. Hay quien dice que los árabes le hicieron un favor conquistando esas provincias que se estaban volviendo ingobernables a causa de la querella religiosa. Bizancio perdió Egipto y Siria, pero lo que quedó resultó mucho más cohesionado desde un punto de vista religioso. Por otra parte, desde muy pronto habían surgido desavenencias entre Roma y Constantinopla por quién tendría el primado en la naciente iglesia. Esas diferencias encubrían las diferencias culturales que de siempre habían alejado a las mitades oriental y occidental del imperio y pronto se verían acompañados de querellas por el dogma.
Así pues, alguien que hubiera intentado reunificar el imperio romano se habría encontrado con que tenía que cohesionar dos mitades culturalmente distintas, que se detestaban cordialmente y que a la separación cultural se había añadido la separación religiosa, mucho más intratable. Y a partir de la segunda mitad del siglo VII habría tenido que lidiar con un tercer jugador que controlaba casi la mitad del Mediterráneo: el mundo islámico, igual de intransigente que los otros dos.
En resumen, la geografía, la falta de homogeneidad cultural del imperio, la heterogeneidad de los bárbaros invasores y las diferencias religiosas hicieron imposible la reunificación del imperio romano.