Con el paso de los años sé que Marcel Proust me salvó de vivir una vida corriente. Vivía en una zona periférica de Madrid, mas un buen día, gracias a mi profesor de literatura en el bachillerato y, además, por medio del tomo impar de una Historia universal de la literatura (editorial Orbis), cuyos fascículos y libros fui coleccionando semanalmente, llegué al primer libro de La búsqueda del tiempo perdido. Prendado por la historia del narrador cuando era niño y de la de Swam, el triste personaje de origen judío que sufría el desprecio constante de una familia de nuevos ricos, los Verderin, y que soportaba, asimismo, los desdenes de Colette, ya no pude dejar de habitar aquellas páginas. Cuando supe que aquel dolor de Swam por Colette era equiparable al que el narrador sentía como niño cuando su madre no acudía a besarlo, antes de dormir, comencé a darme cuenta igualmente de que mis propios sentimientos podían verse reflejados en aquella inmensa novela que año tras año fui leyendo hasta llegar a El tiempo recobrado. Todavía no conocía París (y, entretanto, pude ver con mis ojos la Venecia de John Ruskin y el Ámsterdam de Albertine), pero ya no dejé de ser consciente de que aquellos lugares se convertían felizmente en parte de una geografía literaria y mítica, en puros viajes sentimentales. Proust me salvó, en definitiva, de no vivir simplemente una vida anodina, y convirtió mis propios recuerdos y emociones en parte de una realidad literaria acaso más real que la propia realidad. Es por todo ello por lo que he acudido a este libro de Jacques Bouveresse acerca de la naturaleza del conocimiento literario como quien busca en él una suerte de oráculo para encontrar respuestas que, acaso, sólo cabe desenterrar del fondo de nuestra experiencia. Como afirma el mismo autor, él se ha limitado, como su admirado Robert Musil, “a poner en orden algunas ideas que los hombres inteligentes conocen desde hace mucho tiempo”. El libro de Bouveresse logra, en mi modesta opinión, este cometido, e incluso alcanza a desvelar, desde una reflexión rigurosa y articulada, alguno de los enigmas sobre la filosofía y la literatura que acaso tendemos a olvidar. De la mano de autores como el muy olvidado Julien Benda, Marcel Proust, o Dickens, este profesor emérito de la École Normale Supérieure repasa, de una manera poliédrica y en la mayor parte de las ocasiones concatenada, treinta aspectos del apasionante tema propuesto. Entre otros, la pertinencia de ver que el conocimiento que nos transmite la literatura es una filosofía práctica y de carácter moral (que no moralista), que no hay una distinción clara entre la forma y el contenido de la obra literaria, dada la identificación entre la belleza de la obra de arte y las verdades que recrea. El libro aborda con rigor cuestiones de calado como qué es la realidad y la verdad, o el problema de la objetividad en la ciencia y la literatura. En relación con este asunto, plantea las complejas dualidades que se plantean entre la literatura y el conocimiento, ligadas respectivamente a la vida y la ciencia. Como acaso Henry James ha demostrado en algunas de sus más sutiles creaciones literarias, hay enseñanzas que sólo están reservadas a una historia bien contada, pues la emotividad de un relato, la “inteligencia literaria” que éste conlleva, están a menudo vedadas a los ensayos filosóficos o a los tratados científicos. No menos interesante resulta la cuestión de saber dónde está la “verdadera vida”, aspecto donde Proust no dudaría en contestar que en la conciencia que implica la recuperación de lo vivido por medio de la literatura. Bouveresse no es un pensador al uso, como ya dejó claro hace tiempo al apartarse de las modas estructuralistas y luego intertextuales. Su compromiso con el estudio del conocimiento que proporciona la literatura lo ha alejado, además, de cualquier formalismo vacuo. Asimismo, su libro no ofrece concesiones al público que espera leer lo que ya sabe para sentirse, acaso, satisfecho de sí mismo. El libro es poliédrico y ofrece un catálogo de autores y pensadores limitado pero selecto. Entre ellos, destacan, acaso, Wittgenstein, Robert Musil, Karl Kraus, sin olvidar al omnipresente Proust, cuyo contrapunto quizá pueda encontrarse en el ahora menos transitado Julien Benda (autor que para mí es una gloriosa tarde de diciembre en Málaga, a donde acudí para comprar en una librería de viejo su ensayo Properce ou les amants de Tibur). El libro de Bouveresse desvela, a lo largo de sus treinta lecciones, una visión rica en matices acerca del tema tratado. Como ocurre a menudo con los pensadores franceses, da la impresión de que el libro se narra en un orden provisional, es decir, que podría ser contado de otra manera y no habría ocurrido nada. Pero esta sensación, acaso, nos hace pensar en lo provisionales que resultan los esquemas jerarquizados y trazados a priori. En realidad, hay una monotonía intencionada en la sucesión de los capítulos, aunque yo me quedaría con la emoción que me han transmitido los tres últimos: “el amor y el dolor como medios de llegar al conocimiento”, “¿la literatura puede ser la verdadera vida?” y “el conocimiento del escritor y la gente común”.
El prólogo de Joseph Casals es preciso y sitúa al lector en el original pensamiento de Bouveresse, en especial ante las modas impuestas por la teoría de la literatura. El comentario breve pero preciso acerca de la intertextualidad, que encontramos en la página 19, me parece absolutamente esclarecedor. La traducción de Laura Clavavall es tan correcta que se vuelve “invisible”, y todo ello convierte a este libro no sólo en un instrumento de trabajo para el especialista, sino que también lo devuelve a esa rara condición que tenían los ensayos a comienzos del siglo XX, cuando cualquier persona interesada podía leer acerca de un asunto sin ser necesariamente especialista en esa materia. El libro de Bouveresse me ha devuelto recuerdos vitales de mi biografía como lector. Algún día, acaso, escribiré un libro soñado que se titule Proust en Alcobendas. En él narraré emocionado, en pleno uso de una conciencia de lo vivido, cómo un muchacho se salvó, gracias a Proust, de vivir tan sólo una vida más. FRANCISCO GARCÍA JURADO