A veces las películas nos ocultan más de lo que parece. Resulta inevitable preguntarse sobre el futuro del cine y sobre nosotros los espectadores, a la hora de definir qué es o hacia donde va el cine. Desde hace ya muchos años el cine ha estado principalmente marcado por la renovación y la innovación tecnológica, que en gran parte ha permitido la reducción de costes de producción y el abaratamiento de los productos cinematográficos, lo que consecuentemente también ha permitido un descenso muchas veces considerable de la calidad del producto.. Entrar a valorar el futuro a día de hoy de lo que supone para mí ver películas a través del ordenador, en una pantalla del móvil, o simplemente utilizando el teléfono mientras se visiona una película me parece absolutamente lamentable, pero no es un tema que me interese tratar ahora mismo. Creo que es más importante, a modo de mención, que tratemos de entender que ver una película no es simplemente mirar una pantalla y pasar el rato, si no que todo ese tiempo que empleamos nos aporta una riqueza en nosotros mismos a través de ideas, valores, sentimientos y relaciones que compartimos con el mundo y aquellas personas que lo pueblan, ya que el cine como el resto de las artes son un reflejo del mundo que habitamos. Y por otra parte, entender también que el visionado de gran parte de películas (obviamente no todas lo permiten, ni deben hacerlo) no supone un mero objeto de entretenimiento, si no que forman parte de un arte cuyo disfrute también conlleva una base cultural que refuerza tanto nuestros conocimientos como nuestro entendimiento.
Dicho esto, vamos con Ratatouille. No me resulta extraño comentar esta película entre amigos, familiares o simples conocidos, y sentir una poderosa sensación de desazón ante la incomprensión que producen mis comentarios por el inevitable éxtasis que produce su visionado una y otra vez.
Esta joya de Pixar me supone un placer impagable que únicamente puedo sentir con otras obras maestras del cine como El Padrino, La Gran Belleza, El Buscavidas, La Mejor Juventud, El Apartamento o Casablanca, por citar sólo algunas. Aunque algunas de esas personas con las que uno puede disfrutar de una amena charla cinematográfica pueden sentirse mínimamente identificadas con esta sensación de plenitud, resulta inevitable dilucidar tras ellos una sensación de extrañeza y asombro al tener que escuchar los argumentos y las ideas de lo que como poco, debe parecerles una especie de perturbado mental, o al menos esa es la sensación que yo tengo.
Ratatouille, película dirigida y escrita por Brad Bird en el año 2007, relata la historia de una rata llamada Remy que sueña con convertirse en un respetado chef francés a pesar de la oposición de su familia de roedores, ya que las ratas son menospreciadas principalmente por los cocineros, y en general, por casi todos los seres humanos. La película discurre desde las alcantarillas de París hasta el reconocido restaurante de Auguste Gusteau, donde Remy tratará de hacerse un hueco entre los fogones y de paso servir de ayuda al torpe pero a su vez tan entrañable como inolvidable Chef Linguini.
Uno de los principales alicientes de esta producción es la aparición en los títulos de crédito de John Lasseter, cuya mano maestra a hecho posible otras obras maestras del cine de animación bajo la firma de Pixar como; Toy Story, Monstruos S.A., Up o Wall-E.
Lo que atrapa de esta película no es únicamente su poderoso ritmo, que esté impecablemente filmada, su gracia, su ternura, su melancolía o su magnífica banda sonora. Lo que destaca por encima de todo es la profunda reflexión que nos brinda sobre el propio cine (no sólo el de animación, ya que sobrepasa ampliamente esa barrera) si no también sobre la gastronomía, el mundillo (muchas veces repelente y acomodado en sus juicios) de la crítica en los medios de comunicación y su influencia social, las olvidadas y desprestigiadas clases sociales, la amistad, el amor, el miedo, nuestra relación con los animales, los recuerdos, el placer de las pequeñas cosas, y sobre todo, la naturaleza humana y qué nos hace ser precisamente humanos.
Sé que muchos ya estarán alucinando pepinillos, poco importa, las influencias y las implicaciones son, al menos para mí, evidentes.
El argumento puede parecer meramente simplón, y quizás sea eso lo que la convierte en algo digno de admiración.
Una historia emotiva, profunda y entretenida con la que te ríes y te enamoras, y cuya acumulación de frases para el recuerdo resulta memorable.
Por otra parte, habría que destacar en relación a las implicaciones presentes en la película las metáforas visuales que a veces pueden escaparse al espectador pero que pueden apreciarse si uno se para a revisarlas posteriormente.
“Cualquiera puede cocinar” es la frase referente en la cinta, la cual a su vez hace especial hincapié en la idea de que cualquier persona venga de donde venga, la clase social u origen al que pertenezca debe tener la oportunidad y puede tener la capacidad para crear algo verdaderamente significativo. En este punto, hay una clara implicación a la comparación entre la clase social del ser humano y la rata.
La rata se corresponde con el escalafón mas bajo de la sociedad y del reino animal, desprestigiada y apartada por aquellos seres humanos que deciden asesinar y colgar (como bien se puede apreciar en una de las escenas en la cual el hermano y el padre tratan de demostrar en la personalidad llena de bondad de Remy).
La rata es el pobre, el excluido, el olvidado masacrado por la clase que se erige como superior y a su vez nos inclina a preguntarnos ¿Quién da asco? ¿Quién es el malo? ¿Quién el bueno? ¿Lo que entendemos por ser humano ético y civilizado es la rata, o viceversa? Otra de estas implicaciones basada en las metáforas visuales de la película es aquella en la que el crítico y ególatra Anton Ego descubre que el restaurante Gusteau vuelve a ser reconocido. En esta escena podemos ver al crítico sentado en la maquina de escribir y con una decoración estéticamente lúgubre y oscura en la que desde una vista aérea que nos muestra el plano, podemos ver la figura de un ataúd, su cadavérica cara y su personificación vampírica.
Quizás una de las secuencias más entrañables y más emotivas de la película es cuando cerca del final, Remy junto a sus hermanos, deciden preparar el plato estrella al crítico.
Es curioso en primer lugar como en contra de lo que podría parecer, se nos induce hacia la idea de la grandeza de las pequeñas cosas, a la pureza de lo tradicional y lo sencillo. Menos es más. Anton Ego se inclina por pedir Ratatouille, un plato de origen campesino y no una gran floritura gastronómica.
La aceptación de lo que parecería ser la esencia de las sociedad tradicional olvidada por la idea de un progreso meramente artificial y de una modernidad caduca, nos refleja en nuestro propio espejo social la idea de que hasta el ser mas ruin y miserable de la tierra está marcado por las pequeñas y las bajas pasiones, los sueños, los recuerdos, el temible paso del tiempo, la amistad, y la necesidad de amar y ser amado.
Al recibir el plato, Anton Ego se introduce en la boca el primer pinchazo, y las imágenes profundamente poéticas nos arrastran hacia su niñez, al campo, a la huerta, a las hortalizas que pueblan los estantes y la mesa que lo acompañan, y con esas clara referencia al escritor francés Marcel Proust, nos embarca En busca del tiempo perdido y la relación que marca con el famoso episodio de la magdalena y el té. El olor y su sabor nos transportan a un maravilloso momento pasado de nuestra vida quizás ya olvidado. La poesía de los sentidos, la armonía de los aromas, la belleza de una comida creativa, el arte de cultivar no sólo una necedad básica para sobrevivir, si no el mero placer aparentemente improductivo de comer y disfrutar.
En definitiva, una excelente historia sobre el proceso de aprendizaje, la tolerancia, superarse a uno mismo, la amistad, el amor, los prejuicios, los orígenes, el aspecto, la falsa reputación o la infinita búsqueda de la esencia de los pequeños placeres que nos puedan hacer olvidar o sobrellevar el vació y el hastío de la sobrevalorada realidad.
Por favor, vuelvan a verla.
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