Tan contradictorio como un burgués de izquierdas. Resulta “lógico” que un burgués, un acaudalado de las clases privilegiadas, se identifique con la derecha o con el liberalismo económico. Es decir, con ideas y políticas que defienden su clase social y su concepto de sociedad y modelo económico, puesto que su mayor preocupación estriba en conservar su riqueza y privilegios. Es lo que le permite disfrutar de una educación privada, una sanidad privada y un ambiente social diferenciado y exclusivista. Y está en su derecho, mientras pueda costeárselos de su bolsillo. Su desahogada posición se la ha ganado con el sudor de su frente o la ha heredado. Los desfavorecidos no han tenido tanta suerte ni las condiciones para acceder a ella. Estos condicionantes de nuestros respectivos nichos sociales son los que nos obligan a ser consecuentes y coherentes con la ideología que vela por nuestros respectivos intereses.
La libertad de mercado y el neoliberalismo económico crean desigualdad, inestabilidad y pobreza. Tratan a todos como agentes iguales, tanto compradores como vendedores, con los mismos derechos para enriquecerse o empobrecerse, sin valorar si todos disponen de las mismas oportunidades. La ley de la oferta y la demanda, en mercados poco regulados, representa una oportunidad para el que dispone de recursos para invertir y especular. Pero el trabajador sólo puede vender su propio trabajo, sobre el que pivota su desarrollo como persona y miembro de la colectividad, dotándole de significados y propósitos vitales. La “igualdad” y la libertad de mercado le niegan derechos, libertad y autonomía para el control, la estabilidad y el sentido de su único patrimonio: su trabajo. Su seguridad, la satisfacción de sus necesidades más apremiantes, descansa en la cooperación y la solidaridad de toda la sociedad en su conjunto. Más que individualista, es gregario por necesidad porque precisa de servicios públicos en sustenten la educación, la salud, la justicia, la vejez y hasta el transporte (subvencionado) urbano. De ahí que la izquierda se declare socialista* o colectivista, en su más noble significado, desde los tiempos de los babeuvianos, por su afán en defender la verdadera igualdad (de oportunidades y derechos), la libertad (emancipadora de la opresión) y la solidaridad (entre toda la comunidad). Viene de antiguo, de los viejos utopistas (Moro, Campanella, Owen, etc.) que soñaron un mundo mejor en el que poder llevar una vida digna de ser vivida. Y de la razón, de la que emerge la acción política que persigue tales objetivos “utópicos” de transformación social.
Por todos estos motivos, los intereses de los trabajadores y de los acaudalados o detentadores del capital son diferentes, son opuestos. Unos defienden su individualismo egoísta y autosuficiente, mientras que otros buscan la solidaridad en el reparto de cargas y riqueza entre todos. Unos buscan salvarse solos, otros salvarse todos. Y yo, como trabajador, prefiero pagar impuestos y disfrutar de servicios públicos. Y de un Estado que corrija los desajustes del mercado y regule su funcionamiento para evitar la explotación, la desigualdad y la pobreza de los más débiles. Aunque ello me condene, como a Marx, al sexto círculo del Infierno de la Divina Comedia, donde Dante alojaba a los herejes, a los seguidores de Epicuro y a los ateos. Mejor compañía, imposible.
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Nota*: Socialismo, historia y utopía, de L.F. Medina Sierra. Ediciones Akal, Madrid, 2019.