Hace unos meses, cuando el movimiento 15-M comenzaba a tener cierto interés mediático, decidí invitar a algunos de sus jóvenes integrantes a mi clase de Filosofía y Ciudadanía, compuesta principalmente por alumnos de entre 16 y 20 años. Mi intención no era tanto que conocieran de cerca las vindicaciones del movimiento cuanto motivar en mis alumnos una cierta sensibilidad política, propiciar un intercambio de ideas con personas más cercanas en edad que el profesorado y provocar en ellos la pregunta: ¿por qué debe interesarme la política? Como ustedes podrán intuir, mis objetivos eran bastante ambiciosos; se puede decir que incluso idealistas. Los jóvenes ciudadanos españoles son -vox populi est- alérgicos a todo aquello que huela a política. Esta urticaria no es consecuencia de estos tiempos de crisis; hace años que venimos diagnosticando un proceso creciente de alejamiento de la juventud española de sus representantes políticos. Pero sigamos con mi relato. Llegaron al instituto tres jóvenes del movimiento 15-M, dos de ellos universitarios. Cuando entraron en el aula de 1º de Bachillerato, comprobaron en pocos minutos que su discurso no se acompañaba de pregunta alguna, aunque durante toda su exposición los alumnos se mostraron atentos, escudriñando las intenciones de aquellos entusiastas militantes. Uno de los ponentes no tardó mucho en preguntar a los alumnos: pero ¿esto no os interesa?, ¿pasáis de la política? Una chica de unos 17 años contestó con energía y sin dudar de sus palabras: a nosotros lo que nos interesa ahora es divertirnos, pasarlo bien; todo eso de la política nos pilla de lejos. Quizá algún día, pero ahora no. Una respuesta honesta que da qué pensar.Ha pasado bastante tiempo desde aquel día, pero ahora, a la luz de los acontecimientos y estando tan cerca del día de las elecciones, la reflexión de mi alumna cobra una relevancia significativa que nos impele a cada ciudadano a hacernos a título personal, en la intimidad, la misma pregunta que flotaba sobre su cabeza: ¿por qué votar?, ¿por qué preocuparse por la política?, ¿merece la pena implicarse en los asuntos públicos? La crisis ha puesto a prueba nuestra fortaleza democrática, haciéndonos ceder al descontento y a una pasividad alentada por el escepticismo. Todos son iguales, da igual a quién votar, mañana todo seguirá igual, estamos en manos de los mercados,... Frases como éstas y decenas más revolotean por la mente de la ciudadanía estos días, autoconvenciéndose de que no merece la pena salir de casa el 20-N. Una sensación monocorde de que la democracia no puede resolver problemas que están más allá de la voluntad de nuestros representantes se ha instalado en el imaginario colectivo, favoreciendo el absentismo electoral. No son razones, sino emociones compartidas las que llevan a no poca parte de la población a declinarse por obviar la llamada a las urnas. A mínimo que los ciudadanos obtuvieran la confianza suficiente para elevar su voluntad, saldrían sin pensarlo dos veces de casa y acudirían a los colegios electorales sin arrugarse. La ciudadanía no busca razones para votar, sino gestos de confianza, ademanes de honestidad y fortaleza institucional; quieren ser conducidos con seguridad, dirigidos con aplomo y franqueza. Desean percibir la actividad política no como un teatro burlesco, sino como un ejercicio de servicio público, un honesto oficio en pos del bien común. Lo que está en juego no es si gana uno u otro candidato, sino la legitimidad emocional del electorado, la confianza en un proyecto colectivo.Votar no es un acto mecánico, ni debiera ser un deber ideológico, exento de reflexión crítica; votar supone una manifestación de confianza, un rito contractual entre ciudadanos y políticos, evaluable y revocable. Cuando echamos nuestra papeleta en la urna, damos representación a otros para que hablen en nuestro nombre, para que lleven al Congreso y al Senado la voz de la calle. Perder este vínculo sagrado con la ciudadanía trae consigo apatía y desafección sociales. Por esta razón, los comicios del 20-N son más que nunca los comicios del pueblo, no los de la clase política. El verdadero protagonista del 20-N es el electorado, no el discurso complaciente de los partidos en busca de aprecio. A través del voto, reactualizamos nuestra confianza en que nuestras demandas tendrán realmente eco y resolución, que nuestras necesidades serán escuchadas, que no quedaremos solos y a merced de la lógica del más fuerte. El voto implica un compromiso moral del político hacia la ciudadanía, que debe ser revisado por ella, día a día, hasta agotar los cuatro años de legislatura. No damos un voto ciego a nuestros políticos, no nos abandonarnos a una confianza irracional que les otorgue licencia para hacer y deshacer sin derecho a réplica. La política debiera ser un juego a dos, entre un gobierno responsable y una ciudadanía vindicativa. En democracia, no existen cartas blancas, fe devota. Toda la actividad política debiera estar sometida al celoso escrutinio popular, a criterios exigentes de verificabilidad. No cedemos poder a través de las urnas; el poder somos nosotros.Ramón Besonías Román
Hace unos meses, cuando el movimiento 15-M comenzaba a tener cierto interés mediático, decidí invitar a algunos de sus jóvenes integrantes a mi clase de Filosofía y Ciudadanía, compuesta principalmente por alumnos de entre 16 y 20 años. Mi intención no era tanto que conocieran de cerca las vindicaciones del movimiento cuanto motivar en mis alumnos una cierta sensibilidad política, propiciar un intercambio de ideas con personas más cercanas en edad que el profesorado y provocar en ellos la pregunta: ¿por qué debe interesarme la política? Como ustedes podrán intuir, mis objetivos eran bastante ambiciosos; se puede decir que incluso idealistas. Los jóvenes ciudadanos españoles son -vox populi est- alérgicos a todo aquello que huela a política. Esta urticaria no es consecuencia de estos tiempos de crisis; hace años que venimos diagnosticando un proceso creciente de alejamiento de la juventud española de sus representantes políticos. Pero sigamos con mi relato. Llegaron al instituto tres jóvenes del movimiento 15-M, dos de ellos universitarios. Cuando entraron en el aula de 1º de Bachillerato, comprobaron en pocos minutos que su discurso no se acompañaba de pregunta alguna, aunque durante toda su exposición los alumnos se mostraron atentos, escudriñando las intenciones de aquellos entusiastas militantes. Uno de los ponentes no tardó mucho en preguntar a los alumnos: pero ¿esto no os interesa?, ¿pasáis de la política? Una chica de unos 17 años contestó con energía y sin dudar de sus palabras: a nosotros lo que nos interesa ahora es divertirnos, pasarlo bien; todo eso de la política nos pilla de lejos. Quizá algún día, pero ahora no. Una respuesta honesta que da qué pensar.Ha pasado bastante tiempo desde aquel día, pero ahora, a la luz de los acontecimientos y estando tan cerca del día de las elecciones, la reflexión de mi alumna cobra una relevancia significativa que nos impele a cada ciudadano a hacernos a título personal, en la intimidad, la misma pregunta que flotaba sobre su cabeza: ¿por qué votar?, ¿por qué preocuparse por la política?, ¿merece la pena implicarse en los asuntos públicos? La crisis ha puesto a prueba nuestra fortaleza democrática, haciéndonos ceder al descontento y a una pasividad alentada por el escepticismo. Todos son iguales, da igual a quién votar, mañana todo seguirá igual, estamos en manos de los mercados,... Frases como éstas y decenas más revolotean por la mente de la ciudadanía estos días, autoconvenciéndose de que no merece la pena salir de casa el 20-N. Una sensación monocorde de que la democracia no puede resolver problemas que están más allá de la voluntad de nuestros representantes se ha instalado en el imaginario colectivo, favoreciendo el absentismo electoral. No son razones, sino emociones compartidas las que llevan a no poca parte de la población a declinarse por obviar la llamada a las urnas. A mínimo que los ciudadanos obtuvieran la confianza suficiente para elevar su voluntad, saldrían sin pensarlo dos veces de casa y acudirían a los colegios electorales sin arrugarse. La ciudadanía no busca razones para votar, sino gestos de confianza, ademanes de honestidad y fortaleza institucional; quieren ser conducidos con seguridad, dirigidos con aplomo y franqueza. Desean percibir la actividad política no como un teatro burlesco, sino como un ejercicio de servicio público, un honesto oficio en pos del bien común. Lo que está en juego no es si gana uno u otro candidato, sino la legitimidad emocional del electorado, la confianza en un proyecto colectivo.Votar no es un acto mecánico, ni debiera ser un deber ideológico, exento de reflexión crítica; votar supone una manifestación de confianza, un rito contractual entre ciudadanos y políticos, evaluable y revocable. Cuando echamos nuestra papeleta en la urna, damos representación a otros para que hablen en nuestro nombre, para que lleven al Congreso y al Senado la voz de la calle. Perder este vínculo sagrado con la ciudadanía trae consigo apatía y desafección sociales. Por esta razón, los comicios del 20-N son más que nunca los comicios del pueblo, no los de la clase política. El verdadero protagonista del 20-N es el electorado, no el discurso complaciente de los partidos en busca de aprecio. A través del voto, reactualizamos nuestra confianza en que nuestras demandas tendrán realmente eco y resolución, que nuestras necesidades serán escuchadas, que no quedaremos solos y a merced de la lógica del más fuerte. El voto implica un compromiso moral del político hacia la ciudadanía, que debe ser revisado por ella, día a día, hasta agotar los cuatro años de legislatura. No damos un voto ciego a nuestros políticos, no nos abandonarnos a una confianza irracional que les otorgue licencia para hacer y deshacer sin derecho a réplica. La política debiera ser un juego a dos, entre un gobierno responsable y una ciudadanía vindicativa. En democracia, no existen cartas blancas, fe devota. Toda la actividad política debiera estar sometida al celoso escrutinio popular, a criterios exigentes de verificabilidad. No cedemos poder a través de las urnas; el poder somos nosotros.Ramón Besonías Román