La “Epopeya de Gilgamesh” es la primera gran obra literaria de la historia mundial, y en ella se narran las hazañas legendarias del que fuera rey de los sumerios, Gilgamesh. Allí se cuenta cómo, al final de sus días, el gran rey se quedó cavilando sobre la futilidad de la vida y el carácter transitorio, perecedero, de todas sus empresas y de las de la especie humana en general, hasta el punto de que, descorazonado, llegaba a preguntarse: “¿Por qué me molesto en trabajar para nada? ¿Hay alguien que se dé cuenta de lo que hago?”. Cioran sabía que esta actitud obedece a una ley general: “Lo que se llama 'experiencia' –dice– no es otra cosa que la decepción consecutiva a una causa por la que nos hemos apasionado durante un tiempo. Cuanto mayor haya sido el entusiasmo, mayor será la decepción. Tener experiencia significa expiar los entusiasmos”.
Don Quijote, en fin, había llegado ya al final de su misión, aquella que el mismo Cioran formulaba diciendo: “Nuestra misión es realizar la mentira que encarnamos, lograr no ser más que una ilusión agotada”. Se había vuelto escéptico. “El escéptico –aclara Cioran– quisiera sufrir, como los demás, por las quimeras que hacen vivir. No lo consigue: es un mártir de la sensatez”. Pero efectivamente, como don Quijote, necesitamos de algo así como un delirio, una mentira quizás, al menos una ilusión que nos salve de la realidad. Necesitamos de algo más que lo que hay, de algo que no se podría llegar a conocer, porque no es real. “Conocer, ordinariamente –seguimos con Cioran–, es estar de vuelta de algo; conocer, absolutamente, es estar de vuelta de todo. La iluminación representa un paso más: consiste en la certeza de que en adelante no se volverá a ser víctima del engaño, es una última mirada sobre la ilusión”. Necesitamos esperar algo que dé sentido a nuestra vida, y para llegar hasta eso la realidad se muestra escasa, insuficiente.“Lo que irrita en la desesperación –sabe asimismo Cioran– es su legitimidad, su evidencia, su ‘documentación’: puro reportaje. Considérese, por el contrario, la esperanza, su generosidad en el error, su manía de fantasear, su rechazo del acontecimiento: una aberración, una ficción. Y es en esa aberración en lo que consiste la vida y de esa ficción de lo que se alimenta”.
Los momentos de desánimo afectan tanto a los hombres como a las civilizaciones. La civilización micénica, que se desarrolló fundamentalmente en la Grecia continental en la etapa más tardía de la Edad del Bronce (1580 a 1100 a. J. C.), tuvo un dramático derrumbamiento cuyas causas se desconocen, pero que vino a coincidir con la ola de destrucción que inmediatamente barrió de norte a sur todo el Oriente Próximo, la zona geográfica en la que se asentaban las que eran primeras civilizaciones humanas. Aquella devastación que arrasó todo a su paso fue obra de los que se denominaron “pueblos del mar”, y vino posiblemente a complementar desde fuera la que quizás se originó en una previa pulsión autodestructiva de los micénicos. De esa manera, comenzó una edad oscura para Grecia que duró más de trescientos años. La población disminuyó de manera dramática y constante, y los restos de cerámica y enterramientos sugieren que aquel mundo permaneció estático y empobrecido durante todo ese tiempo.
Los griegos clásicos heredaron de aquellos otros de la edad oscura su particular manera de sentir la religión. Igual que los sumerios, también los griegos recelaban de sus dioses, que eran caprichosos y poseían todos los defectos de los seres humanos, e incluso disfrutaban interfiriendo en los asuntos de los hombres. Así que tenían que ser aplacados y había que propiciar su benevolencia, pero era inconveniente fiarse de ellos por completo. Los individuos confiaban más en sus propias fuerzas que en lo que los dioses pudieran hacer por ellos, pero también resultaba peligroso enorgullecerse demasiado de uno mismo, sentimiento que los griegos denominaban hubris, porque ello atraía la atención de los dioses, que sentían gran deleite en castigar a los hombres que mostraran tal actitud. “Los antiguos –matiza Cioran– desconfiaban del éxito porque temían la envidia de los dioses, pero también el peligro del desequilibrio interior causado por cualquier éxito como tal”. Sin embargo, aquella actitud de autosuficiencia frente a los dioses acabó también generando el culto a los héroes al final de la edad oscura, a medida que la riqueza fue aumentando y empezó a despuntar el grupo de “los mejores hombres”. Parece que, no solo los hombres, sino también las civilizaciones, una vez alcanzado el callejón sin salida al que conducen las aspiraciones que las ponen en marcha, acaban encontrando la pista de un nuevo, y de momento prometedor, callejón que las vuelve a poner en marcha.“El devenir: una agonía sin desenlace”, decía, confirmando esto mismo, Cioran.
Pero esta es una idea a la que hay que añadir su complementaria: “Tras alcanzar su plenitud, las cosas decaen”, dice el Tao te King. También Ortega y Gasset redunda en la idea: “Al alcanzar una forma su máximo se inicia su conversión en la contraria”. O, a su manera, el mismo Cioran, que dice: “No he conocido una sola sensación de plenitud, de dicha verdadera sin pensar que ese era el momento justo de retirarme para siempre” Esta idea sobre la decadencia nos permite tener dónde encajar intelectualmente aquella otra decadencia efectiva que precisamente ocurrió con el Imperio romano, y sobre la cual sostenía Cioran: “Los romanos no desaparecieron de la superficie de la tierra a causa de las invasiones bárbaras, ni del virus cristiano; un virus mucho más sutil les resultó fatal: Una vez ociosos, tuvieron que afrontar el tiempo vacío, maldición soportable para un pensador, pero tortura sin igual para una colectividad (...) La temporalidad huera caracteriza el aburrimiento. La aurora conoce ideales; el crepúsculo solamente ideas, y en lugar de pasiones, la necesidad de diversión. La Antigüedad que tocaba a su fin intentó curar ese hastío característico de todas las decadencias históricas mediante el epicureísmo o el estoicismo. Simples paliativos (...) que ocultaron, falsearon o desviaron el mal, sin anular su virulencia. Un pueblo colmado sucumbe víctima del tedio, como un individuo que ha ‘vivido’ y que ‘sabe’ demasiado” (cualquier parecido de esto con la actualidad, no es pura coincidencia).
Vamos en busca, en fin, de algo que no nos da la realidad, de algo que no existe: un ideal, una quimera… hay quien lo llama Dios. Y en eso consiste la vida, la de los hombres y la de las civilizaciones. Desistir de buscar eso que nunca llegaremos a encontrar equivale a disponerse a morir, como le ocurrió a Don Quijote cuando regresó de vuelta a su lugar, allí donde todo era conocido y previsible. Y si del microcosmos de la vida individual pasamos al macrocosmos de las civilizaciones, podremos acogernos a la reflexión que sobre la muerte de las mismas hace Gustave Le Bon, que dice: “Con la definitiva pérdida del antiguo ideal, la raza concluye perdiendo también su alma (…) Presenta todas sus características transitorias, sin consistencia y sin mañana. La civilización carece ya de solidez y cae a merced de todos los azares. La plebe es reina y los bárbaros avanzan”. Concluyamos, sin embargo, inclinándonos hacia la vertiente esperanzadora de nuestra paradoja o dilema existencial, con estas otras palabras de Ortega: “La vida ha triunfado sobre el planeta gracias a que en vez de atenerse a la necesidad la ha inundado, la ha anegado en exuberantes posibilidades, permitiendo que el fracaso de una sirva de puente para la victoria de otra”