Como hoy es día de reflexión, previa a las elecciones europeas de mañana, voy a seguir el precepto y a reflexionar antes de votar. De hecho, aún debo reflexionar sobre si votar o no, porque no me siento representado por la mayoría de los partidos cuyas listas cerradas y pactadas en petit comité voy a encontrar mañana en mi colegio electoral. Se impone una reflexión de cierto calado, y me he tomado un tiempo (no vayan a suponer que lo he pensado todo hoy). De hecho, mi hijo mayor me ha echado una mano. El otro día se le ocurrió decir una barbaridad: que esta democracia parece una oligarquía. Lo dijo con toda la inocencia de quien no conoce la historia política ni ha leído a Maquiavelo (espero que lo haga algún día) y su pensamiento aún no está contaminado por la influencia mediática, que nos quiere hacer pensar que vivimos en el mejor de los mundos posibles. Hace falta esa inocencia para manifestar lo que es tan evidente pero nuestros prejuicios nos impiden reconocer.
Constitución francesa de 1791
En este punto, es importante tener en cuenta la relación entre los conceptos de pueblo y el de ciudadanía, que son cercanos pero no del todo equiparables. Puede ocurrir que no todos los pertenecientes al pueblo tengan los mismos derechos de ciudadanía, y eso se aprecia muy bien con el desarrollo de las primeras reformas políticas a partir de la Revolución francesa, pues aunque el Tercer estado se equiparaba al pueblo, separado de los estamentos privilegiados por el poder, no todos los componentes sociales del Tercer estado obtuvieron derechos políticos participativos, sino sólo una parte (ciudadanos activos).Esta relación entre pueblo y ciudadanía también ha tenido un recorrido histórico: desde la democracia griega, que se fundamentaba en la participación directa del pueblo en el gobierno, pero usando un concepto muy restringido de ciudadanía (pues el pueblo sólo era una minoría entre los habitantes de Atenas), hasta la democracia contemporánea, que ha universalizado los derechos políticos (sufragio) pero a cambio de alejar al pueblo de la participación en el gobierno, mediante complejos sistemas de representación (sólo unos pocos pueden acceder al gobierno). Si la democracia se ha movido entre estos dos extremos marcados por la tensión que se establece entre los conceptos de pueblo, participación y ciudadanía, podemos decir que por muy amplia que sea la idea de pueblo gobernado, los que han ejercido el gobierno sobre la población, aun democráticamente, han sido siempre unos pocos, es decir, una oligarquía.
Esto significa que los límites del concepto de democracia están muy en relación con estos dos polos: la democracia como una cierta forma de poder popular o como "una contribución a la toma de decisiones por unos representantes que son los que efectivamente ejercen el poder", dice Held. Desde la democracia directa a la representativa, los límites de la definición tienen que ver con los límites del sufragio y los derechos de ciudadanía (el derecho a elegir y ser elegido, a ser representado y a representar). Una democracia directa no ha de ser necesariamente una democracia popular, todo depende del papel que en cada sistema se atribuya a la población.
John Locke
Pero la democracia moderna es representativa: los estados nacionales (y ahora las formas transnacionales, como la UE) son demasiado extensos para organizarse como una democracia directa, plenamente participativa de la ciudadanía; también hay motivos de índole no tan logística para justificar los inconvenientes de una mayor participación ciudadana en la toma de decisiones políticas. Las razones por las que la teoría política liberal clásica prescindió en su momento de la democracia directa son complejas y van más allá del problema territorial, y están ligadas a la situación de la clase social que lideró los cambios políticos desde finales del siglo XVIII, la burguesía, los hombres libres propietarios: su sistema representativo sirve para alejar al pueblo de la participación, garantizando cierta estabilidad en el desarrollo de las decisiones políticas, que siempre están en manos de personas cualificadas o asesoradas por técnicos. Es decir, que no sólo son pocos los que gobiernan (oligarquía), sino que el sistema se asegura que tengan una determinada competencia técnica (aristocracia) como garantía de que no se van a tomar decisiones que pongan en peligro determinados intereses que no siempre se corresponden con los generales o los de las clases populares, sino que más bien son los intereses de unos pocos. Bajo la forma de una democracia se puede esconder efectivamente una oligarquía.Pero claro, Aristóteles podía llegar a esta conclusión porque pensaba en clave de democracia directa, donde todos los ciudadanos llegaban a tocar directamente una porción del poder político. Si hubiese tenido la oportunidad de teorizar sobre la democracia representativa habría podido advertir lo que mi hijo mayor pensó, con toda su inocencia: nuestra democracia parece una oligarquía porque los que gobiernan sólo son unos pocos, ni siquiera son los mejores (con la excepción de Arias Cañete y su patente superioridad intelectual), y gobiernan en favor de los suyos.
Alternativa: más democracia, pero en sentido participativo. El problema de la democracia directa ya no es de índole territorial. En Suiza funciona una versión moderna de la democracia directa, una versión asamblearia. No es un imposible, los estados ya no tienen excusa para acercar el ejercicio del poder al pueblo, con las limitaciones constitucionales que sean necesarias para preservar a las minorías de decisiones caprichosas o perversas, en las que en ocasiones incurren incluso los tranquilos y enriquecidos ciudadanos de Suiza. Pero es necesario que los gobernantes salgan de ese armario cerrado en que se han convertido sus partidos, vendidos a sus clientes, los grupos de intereses; es necesario que se encuentren cara a cara con los ciudadanos, a quienes representan ahora sólo mediante una lista electoral. Por eso cada vez más cunde la sensación de que los políticos sólo se representan a sí mismos, como una casta privilegiada que se esfuerza en preservar lo suyo a toda costa.