Tenía que haber publicado este post hace unas horas, pero entre el trabajo (¡todo ocurre durante la semana del Día del Libro!) y el cansancio que me da mi nueva tensión ando que no me da la vida. En fin, tarde, pero ahí va.
De entre todos los libros que he leído en mi vida (y no son pocos), he elegido en este día y para esta iniciativa el que yo creo que me abrió el camino hacia la lectura. Se titulaba Un sexo llamado débil, lo firmaba José Luis Martín Vigil y hablaba de tres chicas jóvenes, de sus problemas, de sus inquietudes y de sus vivencias. Creo que ya he contado alguna vez que mi padre no me dejaba leer cuando era pequeña; estudiar era más importante y "mira cómo acabó Don Quijote de tanto leer", me decía. Eso sí, religiosamente, cada año los reyes me dejaban un clásico (editado por Anaya, indefectiblemente) que a mí nunca me daban ganas de leer. Todos los fines de semana me iba a dormir a casa de mi abuela y allí había un montón de libros que sí me atraían. Pero "son libros para mayores", me advertían siempre mis tíos. Así, crecí sintiendo que los libros eran algo para mayores, algo prohibido, algo que solo se podía entender cuando una tenía una cierta edad. Un enigma solo para iniciados, un objeto capaz de marcar la frontera del paso a la adolescencia, aunque yo entonces pensaba que ser adolescente era ya ser mayor. Cuando cumplí doce años, muchas cosas pasaron en mi vida: tuve mi primera regla, mis padres se separaron por primera vez y conseguí leer uno de esos libros "para mayores". Y el que eligió mi tía para acompañar la incertidumbre de tantos cambios fue, precisamente, Un sexo llamado débil.