Tras pasar unos días lamentándome en una pensión de las de antes, reuní el valor para acercarme a una oficina de empleo donde me dieron las señas del único edificio inteligente que aún acogía a porteras auténticas como yo.
Tenías que haberme visto el primer día encogida en el asiento del taxi frente a aquel inmenso edificio acristalado. Uno de esos que está repleto de cámaras siguiéndote a todos lados y que, además, sabe limpiarse solo.
Me tratan bien, no me quejo. Solo tengo que sentarme en una portería, igual que un camerino abierto, ser yo misma y esperar a que alguien entre o salga. Los inquilinos son bastante silenciosos y no dan guerra. A primera vista parece que compran todos en los mismos almacenes y, si los miras bien, es como si tuvieran la vista perdida en el mismo lugar. De vez en cuando un mensajero me trae cajitas con piezas metálicas y yo las reparto por los apartamentos. Me he fijado que todas las cajas vienen del mismo laboratorio. Lo sé por el dibujo de aros entrelazados y bolitas que, por cierto, es el mismo que hay bordado en los uniformes de los hombres que vienen los lunes. Los que aparecen para llevarse a algún inquilino. No es asunto mío. Yo también puedo ser moderna.
Anoche tuve un sueño extraño. Entré en una habitación llena de chatarra electrónica. En el fondo había una silla y una mujer sentada. Le habían puesto mi ropa y se parecía a mí, pero no era yo. Estaba como dormida. Cuando la zarandeé, abrió los ojos sin mirar a nadie, congeló una sonrisa y se le desprendió un brazo que cayó al suelo dejando un hombro lleno de cables.
Por cierto, ¿cómo os va con el portero automático? Que sepas que en el mercado ya los hay más avanzados y con mejor aspecto. Creo que cualquier día de estos me verás barriendo en el portal del vecino pero no te asustes si no te conozco. Dejemos que pase un poco el tiempo y avance la ciencia y puede que un día verás a otra como yo que, incluso, se acuerde de ti. Texto: Ana Mª González Rinne
Más Historias de portería aquí.