Lo primero que salta a la vista son sus solariegas edificaciones antiguas, de diferentes y brillantes colores (cosa poco común en el norte de Italia). Las casas se erigen mirando retadoras al mar de un azul profundo donde los más atrevidos hacen el baño. En la medida que te acercas se van perfilando los distintos restaurantes, invariablemente con unas maravillosas vistas al mar. Un verdadero pecado no comer en uno de ellos para irse impregnando del espíritu del lugar.
Un poco más allá, en el horizonte no muy lejano, se erige la correspondiente iglesia de la zona (San Pietro) que en algún momento fue un emplazamiento estratégico de la antigua Génova. La parte que se puede visitar es muy restringida pues el resto está ocupado pero antes de entrar a la pequeña y algo rústica capilla de pleno medioevo nos topamos con su inmensa puerta. La puerta, con motivos en relieve verdeazulosos, nos hace temer por lo que podremos hallar en su interior. La decoración del portón resulta una mezcla de arte e infierno dantesco, muy propio del gusto decorativo gótico la época. No obstante, al entrar observamos una capilla atrayente en su sencillez, que invita a la meditación.
Las personas de la zona dicen que de noche se puede observar una señora vestida de blanco que pasea por la zona; suelen llamarle poéticamente: “la esposa de Portovenere”. Recientemente la historia ha aparecido en Il Corriere Della Sera (un periódico de alcance nacional).
Más allá de la Iglesia se encuentra el pueblo. Una serie de casas muy típicas de la zona, cuyas calles van en permanente subida y zigzageando.
En época de veraneo hallar un espacio donde aparcar en esta ciudad es prácticamente imposible, ya es bastante complicado encontrarlo en invierno pero sin cuestionamientos, es una experiencia digna de ser disfrutada.