Pablo Larraín ha conseguido con sólo tres películas, Fuga (2005), Tony Manero (2008) y Post mortem (2010) colarse con éxito en los festivales de cine más importantes del mundo (cinco premios en la 32 edición del Festival del Nuevo Cine Latinoamericano de La Habana). Con un absoluto dominio de la elipsis, un particular sentido del humor, macabro y oscuro, un especial cuidado en el tratamiento de la luz y los decorados y una sorprendente manera de contar sus obsesiones ha levantado todo tipo de pasiones entre el público, desde la más ferviente adhesión hasta el exabrupto más radical. El hecho de que su cine provoque tales reacciones, en lugar de la habitual indiferencia, ya es todo un signo de interés.
Este chileno, nacido el 19 de agosto de 1976, no vivió la violenta llegada de Pinochet al poder pero, a fuerza, de escuchar todo tipo de historias sobre ese acontecimiento, toda esa época no tan lejana, el tema se le ha instalado como una obsesión personal. Su nuevo trabajo es la segunda parte de una trilogía, las películas sólo comparten el tema, sobre aquellos años. Si Tony Manero (2008) se situaba en 1978, Post Mortem (2010) se fija en el golpe de estado de Pinochet, el 11 de septiembre de 1973. Una fecha especialmente admirada por dictadores y terroristas.
Trabajando por tercera vez con su actor preferido y mentor, Alfredo Castro, que incluso había colaborado en la escritura de su anterior film, este fabuloso hombre de teatro recuerda al hierático, y al mismo tiempo expresivo, Buster Keaton. Un intérprete que sabe transmitir complejos estados de ánimo con una alucinante economía de medios. En esta ocasión se ha metido en la piel de Mario, un empleado del depósito de cadáveres, obsesionado por su vecina Nancy, fantástica Antonia Zegers, una cabaretera de tendencias comunistas.
Repleto de escenas muy fuertes, la autopsia en la morgue de un célebre personaje histórico es uno de los momentos más surrealistas e inquietantes del cine actual. El realizador ha llegado a utilizar objetivos rusos de los años 70, la misma marca que utilizaba Andréi Tarkovski, para obtener la textura adecuada al ambiente de la época y del lugar.
Un cine político, poético, quizás una poesía nacida del horror pero poesía, al fin y al cabo, y necesario según su director que, desde que alcanzó la edad de la razón, acuerda una gran importancia a la memoria histórica. “La sociedad chilena actual está construida sobre la mentira y la traición. Los que se aprovecharon de la dictadura han sido amnistiados y para muchas personas buscar en la Historia está mal visto. Una nación no puede construirse sobre ruinas, sobre un pasado que no quiere conocer. Mientras que la Historia no sea reconstruida, el pueblo chileno seguirá sufriendo”.